El escritor que nos narró a todos
Daniel de la Fuente
(30 agosto 2013) .-16:36 hrs
En la conferencia que impartió el 13 de marzo del 2007 en la Cátedra Alfonso Reyes y a la que bellamente tituló "Con la sangre en los confines", Ricardo Elizondo Elizondo habló de cómo a lo largo de su niñez se fue apropiando del lenguaje de sus allegados, sustancia que terminaría por nutrir su obra literaria.
"Mi madre, en su frase 'en la casa de mis padres siempre se desayunó con el quinqué encendido', se encuentra toda la filosofía de la vida: trabajar, trabajar y trabajar; en panes, mermeladas, guisos, almidones, lavandería, helechos, rosales y brillo fresco en los pisos del largo corredor de las macetas", dijo.
"El humano", agregó, "es parte siempre de una sociedad que lo ha formado y alimentado: yo soy en la escritura, como en todo lo demás, un producto, una parte o una sumatoria, una muestra del pasado y del presente. Con todas esas piezas, y por lo que representan, vivo y escribo. Por lo que fueron y fue, y por lo que es y pervive en nuestra sangre".
Elizondo aludía al habla, los paisajes, los ritos y a las tradiciones. Por ello, no es casualidad que haya escrito tantos libros sobre fotos como tampoco que haya hecho una summa del habla norteña: el Lexicón del Noreste (1996).
En la conferencia, el autor nacido en Monterrey el 26 de enero de 1950 se recordó al inicio de su carrera de Contaduría.
"Cuando tenía 18 años un poeta me confrontó ante mi exigencia de tener un tiempo y un lugar para escribir: 'no esperes a encontrar un tiempo de paz ni un lugar silencioso para escribir, hazlo cuando puedas: a la hora de la comida, durante la media hora del café, antes de ir a la cama o a media noche si hay insomnio'. Y eso he hecho: escribir en cualquier momento y en cualquier lugar", dijo, aunque acotó que lo hacía "entre las grietas que le dejaban los deberes".
De esas grietas salieron las novelas Setenta Veces Siete (1987) y Narcedalia Piedrotas (1993), innovadoras, totales, y Relatos de Mar, Desierto y Muerte (1991), y Maurilia Maldonado y Otras Simplezas (1988), de cuentos, además de ensayos.
EL RULFO DEL NORESTE
Hugo Valdés afirma que mientras en el primer título de cuentos los personajes se confunden con la tierra en la que nacen y viven, en Setenta Veces Siete destaca una voz narradora cuya sabiduría sobre las cuestiones del campo hasta podrían haber sido aprendidas a través de la sangre.
"Por ello, su contacto es siempre profundo y duradero", afirma el autor de El Crimen de la Calle Aramberri. "A Elizondo le da también por nombrar el mundo de otra manera: prefiere no atenerse a lo accidental y nombra a cambio las cosas como si las viera por primera vez".
Eduardo Antonio Parra advierte que Ricardo es un pionero porque, muchos años después de Alfonso Reyes y José Alvarado, fue el primero en ser leído a nivel nacional, criticado y clasificado, antes también de The Monterrey News (1991), de Valdés.
"Ricardo abrió una brecha importantísima porque él viene de un grupo que el crítico Vicente Francisco Torres reúne en los 80 bajo la clasificación 'Narrativa del desierto', en el libro Esta Narrativa Mexicana, en Leega", comenta el autor de Nostalgia de la Sombra.
"Ahí habló de cinco autores: Jesús Gardea, Daniel Sada, Severino Salazar y Gerardo Cornejo, que es el único que queda vivo. Así, los críticos echaron por primera vez la mirada al norte".
Parra coincide en cierta medida con la opinión del escritor Antonio Ramos Revillas: Elizondo es, de muchas maneras, el Juan Rulfo del noreste.
"Con sólo dos novelas", afirma el autor de El Cantante de Muertos, "construyó un sólido universo donde el noreste, gracias al habla, tenía una forma definida. Compararlo con Rulfo y ceñirlo sólo al noreste no es un gesto desmerecido sino al contrario, Rulfo sólo uno y Elizondo también.
"Hasta cierto punto el anonimato de su obra allende las fronteras regiomontanas es incomprensible porque la solidez de su obra debió ser más significativa porque sus novelas permanecieron agotadas durante mucho tiempo aunque todos sabían que si deseaban comprender el norte no existía otra obra de referencia más que la suya hasta que ese horizonte se pobló con más nombres. Elizondo es, de muchas maneras, el padre de una gran generación de narradores regiomontanos".
Todavía hace poco, apunta a su vez Parra, era frecuente que si él hablaba de Elizondo en otras partes del país se supiera quién era y preguntaran: "¿qué ha sido de él, por qué ya no publica?".
"Siempre estuvimos esperando a que regresara. Claro que él siguió haciendo trabajos históricos, ensayos, pero ya no pudo volver al ruedo".
DOS NOVELAS INÉDITAS
Pero Elizondo siguió escribiendo. Carolina Farías, ex presidenta del Conarte y directora del Fondo Editorial Nuevo León, el cual le acaba de reeditar junto a la UANL Setenta Veces Siete en la colección Coetáneos, comenta que en estos años Elizondo hizo introducciones a libros sobre el centenario de los bomberos, el desarrollo industrial de la Ciudad, botánica, su amado Tec de Monterrey, historia de Nuevo León, y a ediciones del trabajo de Aristeo Jiménez, Erick Estrada, Silvia Ordóñez y Lupina Flores, además de Ocurrencias de Don Quijote, selección al gusto del titán cervantino, ilustrado por niños de Nuevo León.
"Por último quiero mencionar otras dos novelas inéditas que Ricardo Elizondo escribió recientemente, una de ellas titulada Los Talleres de la Vida, que concluyó hace unos meses, que reúne a un gran número de personajes con historias propias que van ofreciendo elementos para dilucidar un crimen acaecido en el barrio en el que viven. Es la suma de historias de una nueva colonia urbana en los años cincuenta que nos recuerda a nuestra gente y nuestros barrios de antaño: entrañables y a la vez dramáticos.
"La otra, Santa Teresa de las Golondrinas, es la historia de la época de crecimiento y gloria de un pueblo minero narrada a través de los avatares de una familia acaudalada. Ambas son notables no solo por el excelente manejo de la trama y por su estructura contemporánea, además y sobretodo lo son por la gran belleza de su lenguaje".
Así como se logró la edición de otros títulos suyos, muchas propuestas quedaron pendientes: Las Escuelas, Corazón de los Barrios, un libro con fotografías y textos en torno a cómo las escuelas públicas y los barrios crecieron entrelazados, unas construyéndose en cada nueva colonia y otros creciendo alrededor de las escuelas. Otro en torno a los medios de transporte de nuestra ciudad y su transformación a lo largo de un siglo: De las Diligencias al Metro. Uno más, titulado Disfrutando el Parque, donde mostraría a las familias de Nuevo León paseando y divirtiéndose, e incluía también fotografías y textos históricos de Fundidora. Propuso también la edición de un nuevo libro de fotografías históricas de nuestras ciudades, pueblos, barrios y personajes que tanto éxito tienen en nuestra comunidad.
Farías, quien además de su editora fue amiga personal, lo evoca con un ojo sabio para las fotografías antiguas, un oído musical exquisito y un carácter espléndido.
"Una y otra vez me sorprendo pensando, soñando, que lo sucedido no ocurrió, que Ricardo mejoró y se siente bien. Sé que no es así, pero refugiarme en el recuerdo de los muchos ratos compartidos va aliviando la tristeza".
La escritora Dulce María González apunta que, amante de la historia y las tradiciones, el ex director del Archivo General del Estado y de la Biblioteca Cervantina supo desentrañar el alma del noreste de México.
"Sus libros son amenos y en ellos se vislumbra un deseo de permanencia que incluye su experiencia vital y la naturaleza del mundo que lo rodea. Sus libros documentan nuestras costumbres, nuestra geografía, cierto momento histórico, la forma de ser y de hablar del norestense.
"Me tocó en suerte convivir con él en sus últimos meses y le tomé un gran cariño. No era una persona fácil, sus puntos de vista eran muy críticos, era extremadamente inteligente y poseía una erudición notable, quizá por eso le costaba trabajo hacer a un lado su papel de maestro. Su conversación era brillante y exigía una gran concentración a quien lo escuchaba", comenta la autora de Mercedes Luminosa, quien añade: "Detrás de todo eso había un niño lleno de asombro y muy simpático".
LA VOZ QUE CLAMA EN EL DESIERTO
La catedrática del Tec Nora Guzmán afirma que Elizondo le enseñó a ver el entorno con otros ojos, a entender mejor la región, a enamorarse de su lenguaje y a apreciar su vegetación casi desértica, así como la luminosidad de sus plantas y flores.
"Era el amigo con el que podías conversar de todo con gran sinceridad. Juntos planeamos muchas veces el retiro y soñábamos en cómo lo disfrutaríamos, con la libertad él de escribir y leer a cualquier hora del día. Eso es lo que más me duele de su muerte, quizá en forma egoísta: que Ricardo calló para siempre".
Guzmán destaca Narcedalia Piedrotas, novela que le sigue impresionando, además de sus estrategias narrativas, por su actualidad al abordar temas sobre el narcotráfico, el contrabando, la impunidad y los medios.
"Nunca había leído un texto que me contara así de mi tierra, con el lenguaje que yo uso, con un humor único, con la geografía que me es tan conocida, con el dibujo de unos personajes que se parecen tanto a la gente con la que uno convive todos los días, pero que sin embargo gracias a la buena literatura se salen de la cotidianeidad.
"Sus novelas fueron la puerta grande para que yo entrara a leer y a estudiar la literatura del Norte de México que posteriormente ha sido tan difundida y que Ricardo es uno de sus iniciadores, es pionero de lo que sería un género que hoy ocupa un lugar protagónico en la literatura mexicana".
Paul F. Martínez, profesor de cátedra del Tec, describe la pasión de Elizondo por las piedras, las rosas y las cactáceas, leer poesía en las mañanas y el gusto con el que se diseñó su casa para disfrutar de sus libros al lado del Cerro de la Silla.
También, el cuidado que le brindó al Patrimonio Cultural del Tecnológico de Monterrey y que, decía, sería para las generaciones que aún no vienen y supieran "cómo fuimos y qué hicimos".
"Una de sus frases describe el trabajo que siempre hizo: 'conservar la historia, custodiar la memoria y difundir la grandeza'.
En "Con la sangre en los confines", Elizondo abrió sus arcanos: "Mi memoria registraba mientras mi consciente degustaba. Toda la realidad de experiencias, que aún no agoto, se ha filtrado en mis frases sin importar trabajos, porque lo hecho ha sido por amor, por dar voz a los míos. Y al decir míos no sólo me refiero a los de la sangre, sino a los que aún ahora adivinan desde su recámara el amanecer en un monte de huizaches y granjenos, para los que a medio día y entre el tráfico y la prisa oyen en el verano el canto de las cigarras correr de fronda en fronda -piden agua, decía mi padre: las sanjuaneras piden agua-, para los que sienten la dura bofetada del sol golpeando la nuca, y tienen los ojos bajo el azul canicular del cielo de agosto, o, en su momento, los pies secos y casi muertos por la helada negra de una noche de enero. Para todos aquellos que por sobre, o gracias a eso, tienen aún humor para reír, porque mi gente, la gente del noreste, es de lo más alegre.
"Nací sensible a una estética que por entonces no tenía correspondencia en el arte y trabajé en ello y por ello en aquellos años eran de mal gusto los asuntos norestenses: "ranchero" me decían porque me interesaba en la arquitectura, en la culinaria, en las notas del bajosexto acompasando a un violín de tripa o en el imponente golpe del tambor legüero.
"Finalmente, escribí por la seguridad que da el orgullo de pertenecer, de ser habitante de un lugar con belleza propia, con fortaleza propia, con risas y cantos propios".
Aquella voz que clamaba en el desierto, no hay duda, nos narró a todos.