"... He cumplido con mi deber convocando al pueblo para que, en ejercicio de su soberanía, elija los funcionarios a quienes quiera confiar sus destinos. Asimismo, he cumplido también con otro deber inspirado por mi razón y mi conciencia, proponiendo al pueblo algunos puntos de reforma a la Constitución para que resuelva sobre ello lo que fuere de su libre y soberana voluntad...".
Eso dijo Benito Juárez al pueblo mexicano en un manifiesto firmado el 22 de agosto de 1867. Sus razonamientos son tan endebles que al no resistir el menor análisis nos descubren al oaxaqueño como un gobernante que pone su criterio por encima de los mandatos de la ley.
Examinemos aquel párrafo. Dice Juárez que cumplió con su deber convocando al pueblo a elegir a sus autoridades. En eso acierta. Tal convocatoria estaba determinada por la Constitución. Al cumplir la prescripción de la ley Juárez cumplía su deber.
En seguida afirma que también cumplió con su deber al proponer, "inspirado por mi razón y mi conciencia", que el pueblo reformara la Constitución conforme a su libre y soberana voluntad. Aquí yerra en forma descomunal el gran zapoteca. No le correspondía gobernar conforme a su razón, por lúcida que fuera, ni a su conciencia, por más recta que pudiera ser. Su deber era gobernar conforme a la ley. La Constitución establecía con meridiana claridad el procedimiento para su reforma. La voluntad del pueblo no podía estar por encima de la ley.
Un pendolista del periódico oficial sostenido por el gobierno -el periódico y el pendolista- asentó una peregrina tesis, propia de abogado huizachero, para defender a Juárez y justificar su convocatoria al pueblo para hacer por medio de un plebiscito lo que nada más el Congreso podía realizar. Según la opinión de aquel anónimo cagatintas el presidente Juárez había recibido del Congreso facultades extraordinarias con motivo de la guerra con Francia. Tal guerra no había terminado, pues Francia y México no habían signado todavía un tratado de paz. Por lo tanto Juárez seguía teniendo aquellas facultades extraordinarias y podía continuar usándolas según su leal saber y entender.
¡Vaya supina estupidez! El bobalías redactor no tomaba en cuenta que el conflicto con Francia había terminado; que no había ya presencia de tropas extranjeras en el país; que Maximiliano estaba muerto y casi sepultado; que se había restablecido ya el imperio de la legalidad. En vez de razonar con tino y con honestidad se hacía voz de Juárez, señor que no sabía gobernar sino por medio de facultades extraordinarias. La administración juarista parecía querer prolongar el estado de emergencia.
Armando Fuentes Aguirre, "Catón". Nació y vive en Saltillo, Coahuila. Licenciado en Derecho; licenciado en Letras Españolas. Maestro universitario; humorista y humanista. Sus artículos periodísticos se leen en más de un centenar de publicaciones en el País y en el extranjero. Dicta conferencias sobre temas de política, historia y filosofía. Desde 1978 es cronista de la Ciudad de Saltillo. Su mayor orgullo es ser padre de cuatro hijos y abuelo de 13 nietos.