OPINIÓN

Atrás de toda gran mujer...

LA OTRA HISTORIA DE MÉXICO / Catón EN EL NORTE

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Afirma un viejo dicho que "la última educación de la mujer la da el marido". El dicho, ya lo dije, es muy antiguo, y no tiene ahora ninguna aplicación, pero igual pudo decirse que "la última educación del marido la da su mujer". Esa variante es muy aplicable a don Porfirio Díaz. Su matrimonio lo cambió de un rudo soldado que escupía en las alfombras en un elegante caballero afrancesado que podía codearse sin demérito con las figuras de la alta sociedad, y aun ponerles ejemplo de buenos modales y refinada educación.

Los contemporáneos de don Porfirio Díaz, y más quienes lo conocían de cerca, se sorprendieron al notar el rápido cambio que en todos los órdenes experimentó después de casarse con la juvenil Carmelita Romero. Dejó de hablar con el rudo lenguaje cuartelero; olvidó -o al menos puso entre paréntesis- sus antiguos devaneos con oaxaqueñas de tronío; empezó a presentarse bien vestido y mejor calzado. Se convirtió, para decirlo en pocas palabras, en un elegante caballero diestro en cosas de etiqueta.

Una de las mayores cualidades de don Porfirio, inadvertida para muchos que han estudiado su figura, era su enorme capacidad de adaptación. Parecía decir aquello de "Al son que me toquen bailo". Entre soldados fue soldado; político entre los políticos. Ahora que le correspondía andar entre diplomáticos y señores de la más alta sociedad se volvió diplomático y señor. Dice de él uno de los biógrafos que mejor lo conocieron, don José López Portillo y Rojas:

"... Tenía un afán constante de saber, un anhelo jamás extinguido de adelantar. No perdía ni un instante en cosas frívolas, vivía con los ojos y los oídos bien abiertos y en perenne observación. Cuanto le parecía bueno y digno de ser imitado lo retenía y se lo apropiaba. Procuraba elevarse cada día, por medio de esfuerzos infatigables y de una vigilancia de sí mismo nunca adormecida, a superiores esferas...".

Solía relatar monseñor Gillow, obispo de Oaxaca, que un principio se avino a tratar con Díaz por estricta obligación de su cargo en la Iglesia, pero que poco a poco el general le fue ganando la voluntad por su discreción, su tacto, su mesura y la inteligencia que mostraba en su conversación y en sus acciones. Al final el presidente y el dignatario acabaron siendo magníficos amigos.

Lo mismo les sucedió a los más conspicuos intelectuales de la época. Don Porfirio mereció elogios y tuvo la adhesión de hombres tales como Manuel Gutiérrez Nájera, el más irónico cronista de la época; Luis G. Urbina, "El Viejecito", que no gustaba mucho de cosas de política; Manuel M. Flores ("Buscaba mi alma con afán tu alma...") aquel poeta erótico galán de Rosario la de Acuña). Hasta Díaz Mirón, de carácter tan rebelde e insumiso, fue simpatizador de don Porfirio.

En su segundo período de presidente el general Díaz se ganó del todo la voluntad del pueblo mexicano. El país estaba harto de guerras; ansiaba vehementemente gozar por fin de paz. La mano firme de don Porfirio le aseguraba ese preciado bien. Así, a cambio de vivir con tranquilidad, los mexicanos pusieron todo el poder en manos de un solo hombre.