OPINIÓN

Cuando salí de La Habana.

LA OTRA HISTORIA DE MÉXICO / Catón EN EL NORTE

0 MIN 30 SEG

Icono para compartir en redesIcono para compartir en redesIcono para compartir en redesIcono para compartir en redesIcono para compartir en redes
Mucha razón asistía a fray Servando Teresa de Mier cuando confesaba tener miedo de quedar prisionero en los tremendos calabozos de San Juan de Ulúa. De ellos no salía vivo ni el aire. W. Davis Robinson, que vino con Mina en su malaventurada expedición, escribió en sus "Memorias de la revolución de México" una terrible descripción de esas mazmorras: "Los calabozos del Castillo de San Juan de Ulúa son espantosos sobre toda ponderación. Situados a catorce pies de profundidad sólo reciben una opaca luz por una reja pequeña inmediata al techo. La humedad es permanente, y como el suelo está debajo de la superficie del mar, el agua entra fácilmente, abriendo agujeros por los que también se introducen los cangrejos". Describe Robinson los sufrimientos de los expedicionarios que quedaron prisioneros en el terrible castillo: "El número de personas encerradas en tan pequeño espacio corrompió el aire y les produjo graves dolencias. Los centinelas solían desmayarse al abrir las puertas y respirar aquellos efluvios. La ración diaria era de cuatro onzas de pan, tres de arroz y tres de legumbres. A veces se les cercenaba, y a veces era tan mala por la falta de sal y el poco aseo, que sólo la extraordinaria debilidad podía obligarlos a comer otra cosa que el pan. En vano pidieron que se separasen los enfermos de los sanos. Indistintamente fueron separados de dos en dos, y al abrir una mañana la puerta del calabozo se vio que dos habían expirado aquella noche. Cuando por fin venía la orden de separar a un enfermo, era conducido al hospital con cadenas, las cuales no se le quitaban sino cuando la muerte había dado fin a sus tormentos".

Ningún consuelo, pues, tuvieron los compañeros de Mina en su prisión de Ulúa, y sólo puso un poco de luz en las tinieblas de su desgracia la presencia de una misteriosa mujer, una francesa de nombre Madame Lamar, que al parecer había llegado de Colombia para unirse a la expedición de Mina, y que acompañó a los prisionero hasta Veracruz, en cuyo hospital auxilió a los enfermos y consoló a los moribundos en los últimos instantes de su agonía. Intentó escapar pero, aprehendida, fue remitida a Jalapa donde se le puso bajo la custodia de una familia de esa ciudad. De ella no sabemos más. Se perdió también el rastro de los escasos expedicionarios que lograron salvar la vida después de los rigores de San Juan de Ulúa. Enviados a España, se les repartió de cuatro en cuatro en los diversos presidios que tenía el rey para sus enemigos políticos, con instrucciones a los carceleros de tratarlos "con el mayor rigor, hasta que por pruebas indudables se hagan dignos de la clemencia del rey".

Suerte mejor tuvo fray Servando. En la cárcel de la Inquisición se le trató con singular benevolencia pese a los terribles dicterios que el antiguo fraile dominico había enderezado contra el tremendo tribunal ("¿Qué cosa es Inquisición? / Un Cristo, dos candeleros / y tres grandes majaderos. / Esa es la definición"). Quizá influyó en ese buen trato la carta que había enviado al virrey. Se le allegaron todos los libros que pidió; dispuso siempre de recado de escribir; pudo gozar de las visitas y la amistosa conversación de hombres de mucha cultura y comedimiento, y así le fue tan ligera la prisión que por primera vez en su larga vida aventurera no intentó escapar, sino antes bien parecía que le agradaba su reclusión, como si en vez de cárcel estuviera en un hotel de cinco estrellas. Ahí escribió sus memorias, y varios artículos sobre temas de fe y de teología con los cuales al parecer quiso borrar la imagen de heterodoxo y quasi hereje que no dejaba de perseguirlo desde su famosísimo sermón de Guadalupe.

No duró mucho, sin embargo, ese venturoso paréntesis en la azarosa existencia de fray Servando. Pronto comenzaron a hostilizarlo de nueva cuenta sus enemigos. Otra vez fue sometido a interrogatorios en que se le quería presentar como enemigo de la religión. En una de sus comparecencias un torpe inquisidor le pidió que recitara el Padrenuestro. Fray Servando irguió todos los 142 centímetros de su estatura (más o menos los mismos que los de la diminuta estatua que tiene en la calle de su nombre en Monterrey) y respondió con altivez:

-¡Eso se les pregunta a los muchachos! ¡Yo soy doctor en Teología!

Resultado de esa persecución fue que se le envió a España, como a los demás. Pero, más diestro o más afortunado, cuando su barco llegó a La Habana volvió a su antigua costumbre de escapar, y lo hizo ayudado por algunos cubanos que simpatizaban con la causa de la independencia.