OPINIÓN

Cuando salí de La Habana

LA OTRA HISTORIA DE MÉXICO / Catón EN EL NORTE

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Don Matías Romero puso en Washington espías a Miramón. Por todas partes a donde iba el joven general lo seguían agentes de aquel señor, quien era el representante del gobierno mexicano ante los Estados Unidos.

Romero tenía la certeza -así se lo comunicaba a don Benito Juárez en profusos informes que le enviaba cada día- de que Miramón estaba en tratos con España a fin de regresar a México, derrocar al gobierno liberal y luego establecer un gobierno provisional como paso para la reinstauración de la monarquía bajo un príncipe español. Se equivocaba de medio a medio don Matías: Miramón no favorecía la idea de una intervención extranjera. Sin embargo, sus diligencias pusieron sobre aviso a los americanos, amigos y protectores del gobierno juarista. Cuando en los últimos días de 1861 preparó Miramón su viaje hacia La Habana, para ahí embarcarse rumbo a México, el gobierno de Washington tenía información hasta de las mudas de ropa que el general llevaba en su equipaje.

Miramón no quería tampoco restablecer la monarquía en México. Deseaba, sí, contar con la ayuda de España -nación católica- a fin de continuar su lucha "en bien de México y de la religión". Sin embargo, en aquellos años le sucedió a nuestro país lo mismo que a España en el tiempo de su guerra civil: las naciones poderosas tomaron a México como campo de batalla. En España no faltó quienes vieron en el desorden que aquí privaba la ocasión para corregir su yerro del pasado, cuando por el obtuso cretinismo de Fernando VII no aceptaron la invitación de los mexicanos a establecer una dinastía española en el país. Los ingleses consideraron de oro la intervención que se les ofrecía para frenar la expansión de los americanos, cuyo poder seguramente iría en crecimiento al terminar la guerra entre los estados del norte y los del sur. Por su parte Napoleón III, el más avieso y ambicioso de los políticos que tenían parte en aquella triple alianza, soñaba con extender su imperio poniendo en el trono de México a un monarca apoyado por las armas francesas y que por tanto sería su servidor incondicional.

La Guerra de Secesión había suspendido la aplicación efectiva de la Doctrina Monroe. América por el momento ya no era para los americanos, tan ocupados como estaban en decidir una guerra cuyo resultado definiría el ser de su nación. El secretario de Estado norteamericano, mister Seward, hizo un desmañado y tímido intento para frenar la intervención: ofreció a las potencias extranjeras hacerse cargo del pago de los intereses que fueran generando las deudas que tenía México. Aseguró Seward a los representantes de las tres naciones que el gobierno de Juárez aceptaría comprometer en hipoteca algunas porciones del territorio mexicano a fin de responder a los Estados Unidos por el pago de aquellos intereses que Norteamérica liquidaría en su nombre.

Ninguno de los tres países -España, Inglaterra, Francia- aceptó el ofrecimiento de Seward. Cada uno tenía su propio interés y se proponía seguirlo hasta las consecuencias últimas.

El 22 de enero -estamos ya en 1862- Miramón abordó en La Habana el paquebote "Avon", de pabellón inglés. Creía el joven militar que iba de incógnito, pues presentó al capitán del barco un pasaporte falso expedido a nombre de un tal Manuel Fernández. Sin embargo, tanto los norteamericanos como los ingleses y los franceses seguían de cerca sus pasos y lo estaban esperando ya en Veracruz.