OPINIÓN

Dos mujeres de don Porfirio

LA OTRA HISTORIA DE MÉXICO / Catón EN EL NORTE

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Don Porfirio Díaz no fue solamente un gran estadista. Fue también -virtud que algunos habrán de admirar más-, un gran amante. Dos mujeres le conocemos "por fuera", a más de las otras dos que tuvo oficialmente. La mención de aquellas dos señoras es muy interesante y sirve para dar dimensión de humanidad a una de las más grandes figuras de la historia mexicana.

Las dos eran oaxaqueñas. Vale decir, las dos eran mujeres fuertes, señoras de gran prestancia y señorío. Yo digo que en Oaxaca hasta las mujeres feas son hermosas. Yo digo que en Oaxaca hasta las mujeres bajitas son muy altas.

Una se llamó Juana Catarina Romero, y fue amiga de don Porfirio -muy amiga- cuando éste daba sus primeros pasos en la carrera de las armas. A esa linda muchacha todos le decían Juan Cata. Yo he visto fotografías de ella. En el sepia de sus retratos aparece bien plantada, serena en una cierta belleza reposada, la frente amplia, los labios finos, firme el mentón, las cejas bien arqueadas. "... Era una india zapoteca -escribe un viajero que la conoció-, con la piel bronceada, joven esbelta, elegante, y tan bella que encantaba los corazones de los blancos como en otro tiempo la amante de Cortés...".

El porte de Juana Cata era de estudiada altivez, tanto que las otras mujeres la tachaban de soberbia. No lo era. Con Porfirio tenía arrullos de paloma y timideces de gacela. Su gente, los zapotecas, la respetaban como descendiente de los antiguos señores de la raza. Le atribuían virtudes de maga buena, la creían capaces de obrar prodigios taumaturgos. Y en efecto, los obró más de una vez. Cuando el conde Brasseur, viajero venido de la Francia, enfermó de una terrible fiebre en Juchitán, Juana Cata le hizo beber una poción hecha de atole con mezcla de hierbas salutíferas, y Brasseur recuperó la salud mientras otros paisanos suyos morían víctimas de aquella misma calentura. El conde juraba que había visto cómo Juana hacía que se abriera instantáneamente un botón de rosal diciendo unas palabras sobre él.

Por aquellos años Juana Cata tenía 22 y estaba en el apogeo de su belleza de india zapoteca. Hablaba con rara perfección el español; lo pronunciaba con el suavísimo acento cantadito que ponen al hablarlo las hijas de la tierra. Sabía leer y escribir, cosa rara por entonces en una mujer de su condición. Tenía tan recia personalidad y un carácter tan firme que se trataba de igual a igual con los hombres, no sólo indios, sino también blancos. Se ganaba la vida torciendo tabaco y vendiendo cosas en los cuarteles. Jugaba al billar -juego muy popular entre los militares-, y a casi todos podía vencerlos en el juego. Vestía con tan singular elegancia que todos pensaban que el dinero se le iba en vestidos y alhajas. Solía bordar por sí misma sus huipiles con hilos de oro y plata. Su orgullo mayor era lucir los domingos y días de fiesta varios collares formados con monedas de oro. Usaba con noble prestancia el traje típico de las tehuanas.

Porfirio Díaz se enamoró de Juana Cata -¿quién no?- y ella le correspondió con ardiente amor de mujer mexicana.