OPINIÓN

El capitán que lloró

LA OTRA HISTORIA DE MÉXICO / Catón EN EL NORTE

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Solo en su carruaje, por un camino lleno de fragosidades, en medio de la oscuridad de la noche sin luna, va don Ignacio Comonfort aquel 27 de abril de 1857. El ánimo del presidente de la República se halla inquieto. Esa mañana alguien a quien nadie vio deslizó un papel por abajo de una puerta del Palacio Nacional. En ese anónimo, dirigido a alguien cuyas iniciales estaban al principio, se hablaba de una conspiración que tenía por objeto secuestrar esa misma noche al presidente de la República.

Comonfort tenía su casa en Tacubaya. Iba y venía, a veces en su carroza, a veces a caballo, y casi siempre solo, sin escolta. Eso le servía no sólo de ocasión para pensar sin estorbos en los asuntos de su administración sino también para dar al pueblo la imagen de un mandatario tranquilo a quien no asustaban los continuos rumores acerca de conjuras para asesinarlo.

Bien sabía don Ignacio que tenía muchos enemigos. De hecho, en cada mexicano podía considerar a un posible atacante. Las leyes para reducir los privilegios del clero fueron denunciadas por éste como ataques contra Dios, pues siempre los señores eclesiásticos identifican sus intereses con los deseos de Dios. Todavía en nuestro tiempo, cuando el presidente Salinas de Gortari ordenó que los sacerdotes pudieran votar, tener algunos bienes y celebrar oficios en la vía pública, monseñor Girolamo Prigione, nuncio del Papa, dijo estas palabras: "México ha vuelto a Dios, y Dios ha vuelto a México".

La Constitución del 57 fue rudamente impugnada por la Iglesia Católica, que dictó excomunión -es decir, pena eterna del infierno- a quien jurara aquella ley. Por último, el Jueves Santo tuvo lugar aquel desaire del arzobispo al gobernador del Distrito Federal, a quien se impidió la entrada a la Catedral. Eso obligó al presidente de la República, en salvaguarda de su investidura, a ordenar el arresto domiciliario del arzobispo De la Garza y Ballesteros.

En tales circunstancias no era remoto que -ahora sí- la amenaza contenida en aquel anónimo fuera real. El presidente se decidió a afrontar los hechos. A las nueve de la noche salió sin escolta del Palacio Nacional y ordenó a su cochero que se dirigiera a Tacubaya por el camino de La Teja, hacienda situada en las afueras de la capital. Llovía copiosamente. La oscuridad era impenetrable. Cayó el carruaje en una zanja y el presidente hubo de ayudar a sacarlo. Cuando llegó a Tacubaya era ya pasada la medianoche.

De inmediato hizo llamar al general Zuloaga, encargado de la guarnición local, y le preguntó si entre sus subordinados había alguien cuyas iniciales correspondieran a las que mostraba el papel. Uno solo había: un tal capitán Nogueras, que mandaba la guardia aquella noche. Esa circunstancia hizo recelar a Comonfort. Conocía y estimaba al capitán, a quien incluso varias veces había sentado a su mesa, pero ordenó a Zuloaga que lo llamara. Cuando lo tuvo ante sí le mostró el papel y lo interrogó severamente. Nogueras se desplomó de inmediato. Súbitamente rompió a llorar y reveló que la conspiración era cierta. Esa misma noche el presidente de la República sería aprehendido, y luego tomado el Palacio Nacional. Comonfort lo miró una mirada en la que había al mismo tiempo tristeza e indignación. Luego se dispuso a hablar. El capitán tembló: sabía que de lo que dijera el presidente dependía su vida.