CULTURA

'El chiste del arte es que es inútil'

Francisco Morales V.

Cd. de México (10 enero 2015) .-00:00 hrs

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Tras el vidrio, en el alféizar de una ventana cualquiera, la hilera de pequeñas manos extendidas -figuras de algún material similar al plomo- permanecen quietas para el viandante.

Tan orgánicas se ven que pudieron haber llegado ahí arrastrándose, como bichos, para anunciar que tras esa ventana, al otro lado de la calle gris e intrascendente de la colonia Roma, vive Pedro Friedeberg, el surrealista.

"El chiste del arte es que es inútil, el arte no sirve para nada", dice desde su estudio retacado, en donde meter un cuadro más implicaría sacar otro. "Cuando mucho, sirve para afear las cosas".

De ser esto cierto, la casa de Friedeberg -que es mil casas- sería una construcción horrenda: en un acomodo improbable, cada centímetro de los espacios es ocupado por una escultura de mano, un dibujo de zoología fantástica y, sobre todo, por planos y planos de arquitectura de sueños, con perspectivas salvajes, de ahí las mil casas.

Mañana cumple 79 años, pero el artista que trabó amistad con Leonora Carrington, Mathias Goeritz, Kati Horna y Remedios Varo -todo el clique surrealista del País- conserva la sonrisa del niño que se sabe más listo que el adulto con quien habla. También, una memoria imposible.

¿Se le da la estima que merece como artista?
En realidad no me merezco ninguna, porque se supone que yo iba a ser arquitecto...y yo ni siquiera sé dibujar bien.

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"Los jóvenes, más ignorantes hoy que nunca, no tienen idea de historia del arte, de la gramática del arte, ni del buen gusto... ni del mal gusto", señala Friedeberg, con el cigarro sin filtro consumiéndosele entre los dedos. Lleva rato sin fumarlo, trabado en su discurso.

"Estamos en una época muy confusa y heterogénea y estúpida", remata. Si algún mérito ha tenido su obra, advierte, es haber sido valiente en su arrojo hacia el mal gusto.

A Friedeberg no se le nota nostálgico por los años en los que fue el más joven de los integrantes del surrealismo en el País, pero no duda en hacerle saber al escucha que su México es otro. Pertenece a otra ciudad.

"Cuando comenzaba, como estudiaba arquitectura, hacía dibujitos de burla sobre la arquitectura moderna de esa época, pero también inspirados en la arquitectura porfiriana, que me interesaba. Todo el Paseo de la Reforma estaba todavía lleno de mansiones porfirianas, algunas ridículas por ser malas copias de las francesas.

"De 1968 para acá se destruyó todo el Paseo de la Reforma, es una lástima. Sería un museo de arquitectura porfiriana, pero ahora es un museo de pseudorascacielos pomposos, presumidos y que pretenden hacer de ésta una gran ciudad sólo porque tiene rascacielos", concluye.

En ese Paseo de la Reforma tuvo su primera exposición, en mayo de 1959, en una de las primeras galerías de arte privadas en México. El espacio se llamaba Diana por su cercanía al sitio donde antes, en "otra ciudad", se encontraba la Diana Cazadora a las puertas del Bosque de Chapultepec.

"Nada en esta Ciudad se queda en el mismo sitio", dice.

Sobre la imposibilidad de la capital por quedarse quieta, ésa que lo recibió a los 4 años, proveniente de una familia que escapaba de la Italia de la Segunda Guerra Mundial, Friedeberg conjura una imagen apocalíptica.

"Si vuelve a surgir el Lago de Texcoco, que está debajo de nosotros, a lo mejor ya se viene todo para abajo. Nos vamos en una Arca de Noé, como se fue Maximiliano por el mismo lago en 1866", conjetura.

Y enlaza: "Eso me irrita mucho: que los jóvenes no tengan memoria, no les impresiona nada, no tienen gusto por nada, no saben nada, no leen. Les parece muy baboso que Maximiliano haya ido en un pequeño Titanic hasta Teotihuacán. A mí me parece maravilloso, es un cuento surrealista".

Friedeberg no lo pierde. Es, junto con Frida Kahlo, el único surrealista de México que alguna vez fue reconocido por André Breton.

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"En eso consiste el surrealismo: en íconos malentendidos, o equivocados, o equívocos", asegura.

A Pedro Friedeberg lo persiguen los íconos y se ha encargado de rodearse de ellos, como en su casa repleta de manos-silla, su indudable marca.

"Esa mano es precisamente la cosa que hice que más detesto que se volvió un ícono. Yo la quería hacer una o dos veces, luego me la pidieron 100, 200 y 2 mil veces. Yo ya me siento completamente divorciado de esa mano. Era un chiste nada más y la gente lo tomó en serio".