OPINIÓN

El principio del principio

LA OTRA HISTORIA DE MÉXICO / Catón EN EL NORTE

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Todo mundo notó la mirada gélida que Benito Juárez dirigió a Porfirio Díaz cuando éste lo recibió en Tlalnepantla y le entregó la ciudad de México. Juárez, celoso de la popularidad de su paisano, lo trató con estudiado menosprecio y en ninguna forma le agradeció su dedicación a la causa de la República. 

Días después del fusilamiento de Maximiliano don Matías Romero, ministro de Juárez en los Estados Unidos, escribió a su jefe una optimista carta desde Washington:

"... Las causas que produjeron la guerra civil en México han dejado de existir. Nuestro problema político está resuelto; el partido clerical está deshecho; ya no hay elementos para una guerra civil...".

¡Qué engañado estaba el bueno de don Matías! La ambición de poder de Juárez llevaba en sí misma una semilla de discordia que no tardaría en germinar.

Tampoco estaba solo don Benito en la ambición. Su cerebro gris, Sebastián Lerdo de Tejada, abrigaba sus propios planes, pues también él quería ser presidente. Sentía que la República había triunfado en buena parte gracias a su labor de consejero. Juárez, que sabía rodearse de buenos colaboradores, no sabía expresarles su agradecimiento, y eso los convertía tarde o temprano en malos colaboradores.

La ingratitud de Juárez, que tanto lastimó a Díaz, fue aprovechada por Lerdo para congraciarse con el general oaxaqueño. A espaldas del presidente lo llenó de atenciones: se daba cuenta de que sería absolutamente indispensable contar con él antes de aspirar a la presidencia. Lo que no sabía don Sebastián era que también Díaz quería ser presidente. Se sentía con méritos sobrados para ocupar la silla. Después de todo había sido el vencedor del 2 de abril y había tomado para la república la capital.

La actitud de Juárez favoreció las ambiciones de los dos. Prácticamente don Benito se erigió en dictador y dio claros indicios de que buscaría perpetuarse en el poder por encima incluso de la Constitución. Una vez más, como lo había hecho siempre, hizo a un lado la ley máxima y empezó a gobernar con base en facultades extraordinarias, su forma de ejercitar el poder. Si se saca la cuenta, casi la mitad del tiempo que duró la llamada "República restaurada" estuvieron suspendidas las garantías individuales y fortalecido el poder del presidente por atribuciones que estaban fuera de la Constitución. Don Benito ejerció poderes, si no tiránicos, sí claramente dictatoriales.

Hay una frase irónica: "Amo a mi prójimo, pero me reservo el derecho de decir quién es mi prójimo y quién no". Frase similar puede aplicarse a Juárez. Cuando no se apartó de la ley, apartó la ley. Bien habría podido decir don Benito estas palabras: "Me reconozco obligado por la ley, pero yo hago la ley". 

Así las cosas, puede atribuirse a Juárez la primera invención de esa "dictadura benévola" que padecimos luego. Quería el presidente el bien de México, pero para conseguirlo imponía al país el mal de la perpetuación en el poder. Exactamente igual hacen hicieron luego los "gobiernos de la Revolución".