La palabra "entelequia" alude a todo aquello que es irreal, que no tiene existencia verdadera. En ese contexto la celebración del aniversario 30 del llamado levantamiento zapatista es la recordación de una entelequia, de algo ficticio que habría sido mera demagogia de no ser porque causó un centenar de muertos en sus torpes inicios de movimiento armado. La sorpresiva acción, disfrazada de justicia para los indígenas, despertó la simpatía de académicos e intelectuales, y tuvo como principal imán mediático la novelesca figura del que a sí mismo se llamó Subcomandante Marcos. Ese talentoso histrión se ocultó tras un pasamontañas que no le estorbaba fumar en pipa en medio de indígenas que padecían hambre, que se cruzaba el pecho con carrilleras de balas que no correspondían al arma que portaba y que montaba un caballejo igualmente escenográfico. Escribía manifiestos y proclamas que algunos juzgaban obras maestras de literatura y que a mí me parecían efectistas y -peor aún- cursis. Comedia, comedia pura que encandiló a numerosos esnobs o diletantes, los cuales iniciaron una especie de turismo político que puso de moda ir a Chiapas, siquiera fuese por algunas horas, para tomarse una foto con "los inditos" y luego regresar a la Ciudad de México a escribir un cúmulo de artículos o dictar una serie de conferencias sobre el exótico mundo de las etnias, recientemente descubierto por la crema de la intelectualidad. Me place no haber apoyado aquella que bien se podía calificar de farsa, y que no tiene ahora ni pies ni cabeza. El tal Subcomandante ha cambiado tantas veces de identidad que ha acabado por no tener ninguna. Los indígenas que iban a ser redimidos están hoy en las mismas o peores condiciones que antes, y los territorios ocupados por el zapatismo facilitaron la entrada y dominio de la delincuencia organizada. Visité alguna vez esas comunidades, y hube de pagar peaje para poder pasar por ellas y merecer el privilegio de ver pintadas en los muros de las escuelas infantiles imágenes del Che Guevara, de Lenin y de Marcos. A poco tiempo del levantamiento recibí una invitación para asistir a la primera convención nacional organizada por los insurrectos. La rechacé de plano, y provoqué así la ira de quien me transmitió la invitación. Le dije que mientras los levantados no depusieran las armas yo reprobaría su movimiento, pues siempre he sido enemigo de la violencia armada. Paradójicamente, percibí desde el principio tras las acciones de los llamados zapatistas un marcado tufo clerical. Y en efecto, el Obispo Samuel Ruiz García se reveló bien pronto como la segunda figura en importancia de la insurrección, su personero público y bendecidor. En vez de propiciar los diálogos por la paz los estorbaba. Su lugarteniente, otro Obispo, nos fue enviado a Saltillo. Llevó consigo a un grupo de indígenas y los hizo hablar en sus respectivas lenguas en la ceremonia de su consagración. Obvio es decir que nadie entendió lo que dijeron. En mi crónica del día siguiente le sugerí al nuevo jerarca que diera a Dios lo que es de Dios y al teatro lo que es del teatro. En su homilía o discurso el recién llegado dijo que había dejado su corazón en Chiapas. Le pedí que regresara por él, pues en Saltillo no queríamos un Obispo descorazonado. A mí me gusta mucho esa forma de vida que es el teatro. (También me gusta mucho esa forma de teatro que es la vida). Pero me gusta sobre el escenario, no en la vida pública como entelequia o engañosa ficción. Por eso no celebro los 30 años del movimiento zapatista. Sería algo así como festejar los cinco años de Gobierno de López Obrador... FIN.
Armando Fuentes Aguirre, "Catón". Nació y vive en Saltillo, Coahuila. Licenciado en Derecho; licenciado en Letras Españolas. Maestro universitario; humorista y humanista. Sus artículos periodísticos se leen en más de un centenar de publicaciones en el País y en el extranjero. Dicta conferencias sobre temas de política, historia y filosofía. Desde 1978 es cronista de la Ciudad de Saltillo. Su mayor orgullo es ser padre de cuatro hijos y abuelo de 13 nietos.
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