OPINIÓN
LA OTRA HISTORIA DE MÉXICO / Catón EN EL NORTE
El vuelo del zopilote.
Juárez pudo salvar la vida de Maximiliano y no lo hizo. Henry Lane Wilson pudo salvar la vida de Madero y no lo hizo. En los dos casos mediaron iguales circunstancias: a los Estados Unidos no les convenía que viviera ninguno de los dos. Tanto Juárez como el nefasto embajador actuaron -o dejaron de actuar- mirando más bien al interés político que a lo que reclamaban el sentimiento humanitario y el honor.
Día 22 de febrero de 1913. Aniversario del natalicio de George Washington. El embajador de los Estados Unidos en México, mister Henry Lane Wilson, abre las puertas de la legación y ofrece una rumbosa fiesta.
Está nervioso el señor embajador: el presidente Huerta le ha prometido que estará en la recepción, pero ha pasado ya media hora después de la hora y el general no llega. En la sala los miembros del cuerpo diplomático conversan en voz baja.
-Parece que Madero y sus amigos han sido llevados a la Penitenciaría.
-Antes de venir oí un rumor: el señor Madero está herido.
-No puede ser. Muerto, quizá; herido, no.
-Insisto: debemos gestionar activamente la expatriación de los prisioneros. En caso contrario sobrevendrá la tragedia.
-¿Y si el gobierno de Huerta nos declara personas non gratas?
-Peor para él. No estamos actuando en contra suya, sino en bien del prestigio de México.
-Con divinidades salvajes como ésta nunca se sabe.
En eso hace su aparición Victoriano Huerta. Wilson se adelanta, sonriente y obsequioso, a recibirlo. Cuando le estrecha la mano no puede evitar un imperceptible gesto de disgusto: el presidente viene más borracho que un mozo de cuerda. Wilson le presenta a su esposa. Huerta, desmañadamente, choca los talones al estilo militar, se cuadra y farfulla unas palabras que apenas se entienden:
-Servidor... Mucho gusto... Beso a usted los pies...
La señora Wilson deja que el general la tome por el brazo, según ordena el protocolo, y la conduzca a la sala donde se hará el brindis. Los meseros distribuyen copas de champagne entre los invitados. Levanta el embajador Wilson su copa.
-Brindo por Washington -dice- y por la amistad entre nuestros pueblos.
Las copas se vacían. Bien pronto la conversación se anima. Pero a las 8 en punto "de 6 a 8 de la tarde" decía la invitación- el embajador va hacia la puerta, señal para que los invitados se despidan. Salen al último los embajadores de Chile y Cuba. Se detienen en la puerta a conversar. Cuando vuelven la vista observan que Huerta está todavía adentro. Sentado en un sillón escucha atentamente las palabras que el embajador Wilson le está diciendo. A los embajadores la actitud del embajador de Estados Unidos y la del presidente de México les recuerdan las del señor que ordena y el criado que escucha para obedecer.
Dice quedo el embajador de Chile:
-¡Quién pudiera adivinar lo que están hablando!
-Señor ministro -responde Márquez Sterling-. De seguro el tema son Madero y Pino Suárez.
Nadie lo sabía en esos momentos, pero al apóstol y al poeta les quedaban menos de tres horas de vida.