OPINIÓN

LA OTRA HISTORIA DE MÉXICO / Catón EN EL NORTE

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Fea, pobre y portuguesa.


    Mientras en Valencay de Francia se dedicaba Fernando VII a tejer y bordar, en la Nueva España los insurgentes usaban el nombre del rey para justificar su insurrección. Querían ellos la independencia de "la América mexicana", pero disfrazaban su intención por cálculo político y hábil estrategia de quienes bien conocían el supersticioso respeto del pueblo por el rey, casi tan grande como el que a lo largo del siglo veinte existió en México por la persona del presidente de la República. Hay una carta escrita por Allende a Hidalgo en agosto de 1810, poco antes de que estallara el movimiento. Se lee en esa misiva: "... El alférez real don Pedro Setien robusteció sus opiniones diciendo que si se hacía inevitable la revolución, como los indígenas eran indiferentes al verbo libertad, era necesario hacerles creer que el levantamiento se lleva a cabo únicamente para favorecer al rey Fernando..."... "Hacerles creer"... ¡Cuántas veces al pueblo mexicano se le ha hecho creer!

    Rayón obraría en igual forma cuando después de la muerte de los primeros líderes de la insurgencia se hizo cargo de ella. Dijo a Morelos en agosto de 1811: "Nuestros planes, en efecto, son de independencia, pero creemos que no nos ha de dañar el nombre de Fernando que, en suma, viene a ser un ente de razón". Morelos, que estaba hecho de madera muy diferente que la de otros insurgentes, le contestó que era necesario "quitar la máscara" a la lucha por la independencia, aquella máscara que Hidalgo, Allende y los demás le habían puesto.

    Regresemos ahora a Europa. Debemos deshacernos de Fernando VII.

    Debilitado por la desastrosa campaña de Rusia y por los problemas internos que afrontaba en Francia, Napoleón hubo de introducir cambios radicales en su política extranjera. Desprestigiado su hermano Pepe Botella, devolvió el trono a Fernando, que regresó a España a principios de 1814. Fernando se había comprometido con el emperador de Francia a sacar del país a los ingleses, que en ausencia del imbécil rey habían ayudado a los españoles a luchar contra la invasión francesa. A su llegada  a España Fernando hizo anular la Constitución que en 1812 promulgaron las Cortes de Cádiz (en ellas había participado nuestro Miguel Ramos Arizpe), y que por haber sido firmada el 19 de marzo la gente conocía con el nombre de "La Pepa". Después del regreso de Fernando si alguien gritaba "¡Viva la Pepa!" era ahorcado sin formación de causa. Otro grito sustituyó a aquél: "¡Vivan las cadenas!". Los mismos que habían vitoreado la Constitución liberal aplaudían ahora el absolutismo opresor impuesto por Fernando.

    Hagamos corto un cuento largo. Reinó Fernando VII entre increíbles desaciertos, claudicaciones aberrantes e inauditos actos de crueldad. Luego de su primer matrimonio contrajo otros tres, uno de ellos con Isabel de Braganza, sobrina carnal suya, mujer poco agraciada y sin dote, hija del rey Juan VI de Brasil. El pueblo comentó esa unión con ironía brutal: "Fea, pobre y portuguesa. ¡Chúpate esa!".

    A las 2.45 de la tarde del 29 de septiembre de 1833, después de haber comido con apetito voraz, un súbito ataque de apoplejía puso fin a la vida de Fernando VII. Su cadáver, monstruosamente hinchado, hubo de ser embalsamado apresuradamente para poder velarlo. Los restos del indigno monarca están ahora en la austera cripta de El Escorial donde duermen el sueño eterno los reyes españoles. Terrible nombre tiene ese lugar: se llama "El Pudridero".

    Circuló en Madrid una décima cargada de intención en que se hacía burla del fallecido soberano: 

                "Murió el rey, y lo enterraron. 

                ¿De qué mal? De apoplejía. 

                ¿Resucitará algún día 

                diciendo que lo engañaron? 

                Eso no, que le sacaron 

                las tripas y el corazón. 

                Si esa bella operación 

                la hubiesen ejecutado 

                antes de ser coronado 

                ¡más valiera a la nación!". 

    Tres meses después de la muerte de Fernando, la reina viuda, María Cristina, se casó con un soldado de su guardia con el que al parecer ya tenía tratos aún en vida de su real consorte. El nuevo marido, también llamado Fernando -quizá la reina lo escogió con eso nombre para no equivocarse-, se apellidaba Muñoz. Ocho hijos tuvo con él doña María Cristina, siendo que con el rey había tardado mucho, y pasado grandes fatigas, para concebir y dar a luz dos niñas. En cierta ocasión fue con el rey a los baños de San Serenín, a cuyas aguas se atribuían miríficas virtudes para ayudar a las mujeres a quedar en estado de buena esperanza. Cuando regresó a Madrid, después de varias fatigosas jornadas de viaje, cierta parienta de la soberana le preguntó con ansiedad: "¿Vienes preñada?". Respondió ella, furibunda: "¡Vengo jodida!". Una de las dos hijas de María Cristina, Isabel, heredaría el trono de su padre. 

Los numerosos hijos que María Cristina dio al potente soldado Muñoz fueron origen de otra burlona copla. Con ella termina este capítulo: 

                "Clamaban los liberales 

                que la Reina no paría 

                ¡y ha parido más muñoces 

                que liberales había!".