OPINIÓN
LA OTRA HISTORIA DE MÉXICO / Catón EN EL NORTE
Camino de Guanajuato...
Hidalgo había dicho que a las 8 de la mañana saldría con sus hombres para ir de Dolores a San Miguel el Grande. Salieron a las once. Con retraso, pues, empezó la lucha por la independencia. En México, ya se sabe, lo único que empieza puntualmente son las corridas de toros. (Casi siempre).
No eran muchos los que iniciaron la marcha. Algunos aseguran que serían 80, cuando más. Otros dicen que bien llegaban a 600. En cualquier caso eran muy pocos para la gran empresa que comenzaba. Unos cuantos seguidores de Hidalgo llevaban picas o lanzas que en los meses anteriores el cura había ordenado hacer. Otros, los campesinos e indios que se habían unido al movimiento a la primera llamada, traían sus machetes, o sus hondas.
Conforme iban por el camino, esos primeros insurgentes atraían a otros. Se acercaban algunos a preguntar qué marcha era aquélla, y al enterarse de la insurrección se sumaban al grupo. Los historiadores oficiales proclaman que el patriotismo y la sed de libertad hacían que el pueblo se lanzara fervorosamente al movimiento iniciado por el cura de Dolores. Eso es muy de dudarse. Lo más probable es que quienes tan súbitamente se le unían lo hicieran incitados por la expectativa del desorden y el saqueo, porque nada tenían qué perder y quizá algo qué ganar en la revuelta o, en el mejor de los casos, porque Hidalgo había prometido a quienes lo siguieran el pago de un peso cada día a los que fueran a caballo, y la mitad a los de a pie.
Lo cierto es que bien pronto, en unas cuantas horas, el pequeño contingente que salió de Dolores engrosó sus filas en forma muy considerable. Un narrador relata: "Quedaban los perezosos bueyes uncidos a la coyunda y abandonados por sus guardianes en medio de las tierras a medio labrar. Las chozas se cerraban porque sus moradores, llevando a cuestas su pequeño haber, corrían a unirse al ejército de los independientes. Muchos llevaban a sus mujeres y sus hijos". Costumbre ésta muy mexicana, de hacer la guerra llevando a la familia. En la Revolución la figura de la soldadera, plasmada igual en las fotografías de Casasola que en los corridos y canciones, será figura omnipresente.
Al terminar el día más de 5 mil hombres iban ya en el ejército de Hidalgo. ¿Ejército? No. Hidalgo nunca tuvo un ejército bajo su mando. Lo siguió una turba, sí; una anárquica muchedumbre, desordenada multitud que esa misma noche se habría de convertir en horda sin control. Aquí está el germen de los conflictos y de la grave discordia entre Hidalgo y Allende, que ya desde el principio de la lucha se gestaba. y que culminará después, como veremos luego, en forma harto dramática. Allende, buen militar, era partidario aquella madrugada del 16 de septiembre de remontarse a la sierra con ese primer grupo de seguidores para armarlos debidamente, entrenarlos en la guerra y luego, con más hombres igualmente bien pertrechados y diestros, comenzar la lucha en forma organizada. Hidalgo no pensaba así. Nutrido en la lectura de los enciclopedistas, que hablaban del pueblo soberano y de su fuerza, afirmaba que más se conseguiría movilizando a una enorme masa popular, cuyo peso inclinaría la balanza a favor de la insurgencia. "El número nos dará la victoria", repetía una y otra vez el padre Hidalgo.
Después de descansar y beber agua -Hidalgo tomó chocolate- en una hacienda llamada de la Erre, el contingente prosiguió la marcha. Llegaron el cura y sus seguidores a Atotonilco (el nombre quiere decir "agua caliente"). No es éste el Atotonilco jaliciense de naranjos en flor donde parecen las muchachas angelitos de Dios. Entonces próspera hacienda, Atotonilco, Guanajuato, es hoy un pueblo que recuerda ese día, el mayor de su pequeña historia. Tiene un hermoso santuario que levantó a mediados del siglo XVIII el padre Alfaro, de la orden de los oratorianos. En él se pueden ver unos singulares nichos hechos a modo de cuevecillas en los cruceros, para que entraran ahí quienes querían orar en absoluta soledad. También se puede ver ahí la profusa y espléndida decoración pintada al fresco en paredes y bóvedas por manos de artistas populares que dejaron en muros y techos la maravilla de su ingenuo arte y el testimonio de su profunda fe. En ese bello templo se había casado Allende ocho años antes con la viuda de un rico hacendado. (Igual que en la dirigencia de la insurrección, también en el matrimonio don Ignacio Allende fue segundo).
En Atotonilco tuvo Hidalgo una intuición genial. Sacó del santuario una pintura de la Virgen de Guadalupe, y la entregó a sus hombres puesta en una pica o asta. Convirtió así el piadoso estandarte en bélico pendón. Hidalgo supo que el sentimiento religioso del pueblo sería valioso auxiliar en esa lucha, y declaró a la Guadalupana "capitana jurada de nuestras legiones".
"¡Viva la Virgen de Guadalupe y mueran los gachupines!", empezaron a gritar los levantados. Un español peninsular apellidado Elizondo, que iba a caballo hacia Dolores, escuchó oculto tras unos árboles el griterío de la turba, y oyó también que los insurrectos se dirigían a San Miguel. Ahí vivía Elizondo con su familia. A galope tendido regresó al pueblo para avisar del peligro. Mientras tanto la multitud seguía avanzando, amenazante, incontenible.