OPINIÓN

LA OTRA HISTORIA DE MÉXICO / Catón EN EL NORTE

Icono para compartir en redesIcono para compartir en redesIcono para compartir en redesIcono para compartir en redesIcono para compartir en redes

Un río de tumbas.


    Como si quisiera velar el horror de aquel día sangriento, la sombra de la noche borró el perfil de Guanajuato. Entonces, a la luz de teas y de antorchas, la horda de los vencedores se entregó al saqueo. En la primera ebriedad de la victoria la furia de los levantados se había saciado en la degollina de vencidos, cuyos cadáveres quedaron desnudos y descalzos, espantosamente mutilados. Luego fue la multitud de los indios en busca de los tesoros guardados en los salones de la alhóndiga. Pronto hallaron las barras de plata, los grandes cofres llenos de monedas de plata y oro que pertenecían a la Corona, las cajas con los dineros de los ricos comerciantes que ahí se habían refugiado, las arquillas con las alhajas de las mujeres. Todo lo cogieron, desoyendo las voces de mando de los oficiales, que inútilmente gritaban que aquello no se debía tocar pues pertenecía al movimiento. Salían los indios corriendo con su botín: éste con dos barras de plata, aquél con un talego de monedas, el otro con las manos llenas de collares, brazaletes y ajorcas. Reñían los saqueadores unos con los otros, se mataban entre sí para arrebatarse el botín que cada uno traía. Quienes lograron escapar llevando su parte de la presa abandonaron la ciudad y las filas de los insurgentes, y huyeron para poner en salvo su ganancia. No eran soldados ni patriotas; eran saqueadores, buscadores de botín.

    Siguió luego el saqueo de la ciudad. Grandes hogueras iluminaron el ataque a las tiendas y casas de los españoles. Las hachas destrozaban los recios portones ferrados, y la chusma entraba a los comercios y arrojaba a la calle las mercaderías. Más de 30 tiendas y otras tantas casas de peninsulares fueron así saqueadas. Ricas minas y haciendas fueron igualmente asaltadas y dejadas casi en ruinas. Ebrios, los indios, los barreteros, los 400 presos que de la cárcel habían sido sacados por la tarde, recorrían las calles de Guanajuato, grotescamente ataviados con muy lucidos trajes, con ricos uniformes militares y descalzos. En la calle se vendían  a precios irrisorios objetos preciosos: relojes, estatuillas, los ricos brocados de los cortinajes, las exornadas colchas de las camas, vestidos y trajes de gran gala En 200 pesos podía adquirirse una barra de plata. Los indios cambiaban por centavos de cobre las grandes monedas de oro que ellos jamás habían visto y cuyo valor desconocían. Nadie durmió seguramente aquella noche en la hermosa y aterrorizada ciudad. Los vencedores celebraron su triunfo con ruidosas embriagueces hasta quedar tirados en las calles, y los habitantes de Guanajuato pasaron las largas horas en vigilia, creyendo a cada momento oír los hachazos anunciadores del saqueo en la puerta de su casa.

    Amaneció el 29 de septiembre de 1810, y continuó el desorden. Al día siguiente Hidalgo habría de emitir un decreto castigando con la pena de muerte a los saqueadores. De nada serviría: todo había sido saqueado ya. De nada sirvió tampoco un llamado que hizo Hidalgo a los criollos principales de la ciudad para que formaran una junta que gobernara Guanajuato. Ninguno quiso formar parte de ella, y todos dijeron que al hacerlo traicionarían el juramento de fidelidad hecho al rey Fernando VII. Furioso, Hidalgo les gritó que Fernando ya no existía y que su nombre no debía mencionarse más.

    En las calles cercanas a la Alhóndiga de Granaditas cerca de dos mil cadáveres comenzaban a entrar en descomposición. Un testigo escribió que la vista de aquel hacinamiento de restos sanguinolentos era un espectáculo "más horrible que el de los infiernos descritos por el Dante". Hinchados, manando sangre todavía que formaba charcos que los perros se acercaban a oliscar y beber; hediendo ya, se confundían los cuerpos de indios y españoles. La tragedia y la muerte unieron a quienes habían vivido tan separados.

    Se dispuso la sepultura de los cadáveres. Nadie reclamó los de los peninsulares: hacerlo equivalía a morir. Fueron llevados al cementerio de Belén y echados en enormes fosas que apresuradamente se cavaron para contener casi cuatrocientos cuerpos. Más de mil quinientos eran los de los insurrectos muertos. Se les enterró en el lecho seco del arroyo de Cata.

    Un cadáver entre todos los de los españoles fue apartado. Los religiosos del convento de Belén lo llevaron consigo sobre una parihuela por las calles. Le rindieron sencillas honras fúnebres en la capilla conventual y lo amortajaron después con un lienzo que ni siquiera alcanzó a tapar los pies de aquel cuerpo, desnudo como todos. El cadáver pertenecía a un español. A uno de los mejores hombres que ha pisado la tierra en que vivimos.