OPINIÓN

LA OTRA HISTORIA DE MÉXICO / Catón EN EL NORTE

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La gusanera.


    Buena amistad llevaba don Miguel Hidalgo con el señor obispo electo de Michoacán, don Manuel Abad y Queipo. Cuando supo don Manuel que Hidalgo había logrado buenos resultados al cultivar gusanos de seda en su parroquia, le pidió a fines de agosto de 1810 que fuera bien servido de enviarle a Valladolid algunos gusanitos, para poder él también implantar en su diócesis insecto tan útil y valioso. Le contestó Hidalgo en una carta: "Dentro de poco tiempo le mandaré a usted tanta gusanera que no se podrá acabar con ella...".

    Hidalgo cumplió bien su palabra, aunque en distinta forma de la que esperaba Abad y Queipo. Después de tomar Guanajuato, marchó con la muchedumbre de sus hombres hacia Valladolid, la hermosa ciudad joya del virreinato que después se llamaría Morelia. 

    Don Manuel se espantó al saber que su antiguo amigo, el culto y muy leído sacerdote don Miguel Hidalgo, se había levantado en armas contra el gobierno de Su Sacra y Real Majestad, y más se asustó al saber que "la gusanera" iba ya en camino hacia Valladolid. Fulminó de inmediato excomunión contra el funesto cura, "que había merecido hasta aquí mi confianza y mi amistad", y excomulgó también a Allende, Aldama y Abasolo. En tablillas fueron inscritas esas excomuniones, y se clavaron en las puertas de la Catedral. Luego, poseído de bélicos arrestos, Abad y Queipo hizo que con grandes trabajos se bajara de la torre la campana mayor, para que de inmediato fuera fundida y con su bronce se fabricara un gran cañón. Se cumplieron las órdenes del señor obispo electo, pero cuando se quiso hacerlo disparar (al cañón, claro, no al señor obispo electo) el tal cañón sólo dejó escapar una menguada nube de humo ceniciento y un leve trueno como de flato reprimido. Sería porque aprendió en tal forma que tocar campanas no es lo mismo que disparar cañones, sería porque supo lo acontecido en Guanajuato, el caso es que aquellos primeros impulsos belicosos se le apagaron bien pronto a Abad y Queipo, y Su Excelencia salió huyendo a toda prisa de Valladolid. Ausentes estaban también de la ciudad las autoridades civiles, que hallándose en México se enteraron de la insurrección. Al ir de regreso cayeron en manos de una avanzadilla insurgente comandada por un tal Luna, que había sido torero. La ciudad, pues, había quedado sin autoridad.

    A ella entró Hidalgo el 17 de octubre de 1810. Don Lucas Alamán -que nunca quiso bien al cura de Dolores- dice que don Miguel fue a Valladolid porque quería entrar en triunfo a la ciudad de donde había tenido que salir muy desairado. Hidalgo, en efecto, hubo de renunciar a su cargo de rector del Colegio de San Nicolás, y abandonó Valladolid por el escándalo que habían suscitado sus líos con mujeres. Después se hablará de ellos, de los líos, y de ellas, las mujeres. No acierta don Lucas al suponer en Hidalgo tamaña vanidad. La verdad es que fue a Valladolid para rehuir el enfrentamiento con dos poderosos hombres que iban contra él al frente de sendos ejércitos muy grandes: don Manuel Flon desde Querétaro y don Félix María Calleja del Rey desde San Luis. Ir a Valladolid serviría lo mismo para evitar ser cogido entre ambas fuerzas que para amenazar desde ahí a México, la gran ciudad capital del virreinato.

    Hizo su entrada Hidalgo con sus fuerzas a Valladolid. Los valisoletanos lo recibieron con honores de conquistador. ¿Quién quería que sucediera lo que en Guanajuato? Hubo músicas, vítores en las calles, balcones adornados. Un incidente, sí, enturbió la recepción. Al pasar a caballo frente a la Catedral, Hidalgo quiso entrar al templo a dar gracias a Dios por esta nueva, pacífica victoria. Las puertas de la preciosa iglesia estaban cerradas. No se veían ya ahí las tablillas de la excomunión: una súbita prudencia sacerdotal invadió el ánimo de don Mariano Escandón y Llera, arcediano de la Catedral y encargado de la Mitra después de la fuga del obispo, y él levantó la excomunión de Hidalgo y de los suyos un día antes de su entrada con la misma instantánea facilidad con que Abad y Queipo la había fulminado. Se indignó el señor cura Hidalgo al encontrar la Catedral cerrada, y ordenó a sus hombres que con las culatas de los rifles le abrieran las puertas, pues él quería rezar con mucha devoción. Rezó Hidalgo. Y otra cosa hizo: aprovechó la visita para tomar -en calidad de préstamo, naturalmente- 400 mil pesos que estaban guardados en las cajas catedralicias, con otros objetos de valor que también encontró ahí.