OPINIÓN

La promesa

DE POLÍTICA Y COSAS PEORES / Catón EN EL NORTE

Icono para compartir en redesIcono para compartir en redesIcono para compartir en redesIcono para compartir en redesIcono para compartir en redes
"Luego me desabotonó la blusa". Loretela se estaba confesando con el padre Carulino, el nuevo y joven párroco del pueblo. "¿Y luego?", preguntó con cierta agitación el padrecito. "Luego -siguió Loretela- me desabrochó el brassière y me llenó el busto de besos al mismo tiempo ardientes y húmedos". "¿Y luego? ¿Y luego?", quiso saber el confesor con excitación creciente. "Luego -continuó la muchacha- me acostó en el diván de la sala y se tendió sobre mí". "¿Y luego? ¿Y luego? ¿Y luego?", inquirió el curita respirando fuerte. "Luego -dijo Loretela- llegó mi mamá, y ya no pasó nada". Estalló el confesor: "¡Vieja metiche!"... Doña Panoplia de Altopedo, dama de buena sociedad, contrató a un jardinero. El sujeto era calvo de solemnidad, por eso a la señora le extrañó el apodo que tenía: el Pájaro Loco. Ese mote se aplicaba a quienes tenían copete despeinado, como el del pajarraco de las caricaturas. Así, le preguntó curiosa: "Dígame, buen hombre: ¿por qué le dicen a usted el Pájaro Loco?". Respondió el jardinero: "No entraré en detalles, seño. Bástele saber que tengo 18 hijos"... Don Gurrumino, atildado caballero -fifí, se dice ahora-, sufrió una descompostura en su automóvil y se vio solo y sin ayuda en descampado. Había caído ya la noche; llovía como en recuerdo de Noé y soplaba un viento gélido. El desolado viajero miró a lo lejos una lucecita y se dirigió hacia ella. Resultó ser una finca rural. El hombre llamó con fuertes golpes de aldabón; se abrió la puerta y apareció el dueño de la casa, al parecer labrador acomodado. Don Gurrumino, después de hacer su presentación formal y de extender su tarjeta al granjero, le explicó el predicamento en que se hallaba y le pidió hospitalidad para no tener que pasar la noche al descubierto. El labrador le franqueó la entrada y le dijo que tenía una cama disponible. Pero le declaró un escrúpulo: la cama estaba en el cuarto de su hija Dulcibel. ¿No se aprovecharía de ella? (De Dulcibel, quiero decir, no de la cama). "¡Señor mío! -protestó con vehemencia el visitante-. Pertenezco a la Cofradía de la Reverberación. El código ético de esa orden me veda incluso un mal pensamiento en relación con las mujeres, especialmente las viudas y doncellas. Tenga usted la certeza de que no pondré en su hija una mirada, y menos aún otra cosa". El granjero, fiado en la promesa de su huésped, lo condujo a la habitación de su hija, zagala en flor de edad cuyas apetecibles formas se adivinaban bajo el camisón de dormir. "No recele usted de mi presencia, señorita -la tranquilizó don Gurrumino-. Soy miembro de la Cofradía de la Reverberación, y pongo mi honor y la virtud de la mujer por encima de cualquier bajo instinto de varón". Los dos ya en sus respectivos lechos, apagada la luz y en silencio la casa, don Gurrumino oyó que la muchacha le decía con voz queda: "Tengo frío". Caballerosamente el señor puso sobre ella una de sus cobijas. A poco Dulcibel dijo con sugestivo acento: "Me siento sola en esta cama tan grande". Don Gurrumino la tranquilizó: "No está usted sola, mi pequeña amiga. La acompaña su ángel de la guarda". Transcurrió la noche y no sucedió nada, tal como había prometido el visitante. Al día siguiente don Gurrumino fue al corral de la casa. Ahí estaba la hermosa Dulcibel dándoles de comer a las gallinas. El viajero observó que el gallo no hacía nada en relación con ellas, aunque se le acercaban, amorosas. Le preguntó a la muchacha: "¿Por qué el gallo no va hacia las gallinas, pese a que éstas se muestran bien dispuestas a admitirlo?". "No lo sé -respondió con acritud la joven-. El muy pendejo ha de pertenecer también a la Cofradía de la Reverberación"... FIN.