Los años de 1856 y 1857 fueron cruciales para México. En ellos se planteó una grave pugna que muy bien pudo haberse evitado, y que no sólo devino en una de las más crueles guerras entre las muchas muy cruentas que ha habido en este país, sino que trajo consigo finalmente la definición del país tal como lo hemos conocido hasta hoy.
Ganas dan de decir: "-¡Ah, si los liberales se hubiesen mostrado más prudentes y cautelosos al hacer sus reformas, al redactar la Constitución del 57!". Tentación da de preguntar: "-¿Por qué los jerarcas de la Iglesia Católica no entendieron el cambio de los tiempos, la necesidad de que el país se modernizara?". Una expresión y otra resultan inútiles. Aunque parezca frase de Perogrullo, lo que tenía que pasar pasó. No es plausible manejar en Historia la teoría que se llama "la nariz de Cleopatra": ¿qué hubiera pasado si Cleopatra no hubiera tenido la nariz en la forma que la tuvo, que fue lo que atrajo a Marco Antonio y a César, atracción que tántos efectos tuvo en la historia de Oriente y en la historia misma de Roma?
Lo que sucedió en México en aquellos años fue que dos conceptos del mundo y de la vida, radicalmente distintos uno de otro, chocaron en modo muy frontal. Los liberales representaban al mundo cambiante de mitad del siglo XIX, aquel siglo que algunos llamaban ya "el siglo de las luces". Las tesis de la Ilustración cobraron auge, y en Europa eran ya ideas comunes incorporadas a todas las legislaciones. En los Estados Unidos tales instituciones eran cosa muy vieja.
El clero católico de México, y con él los conservadores, se aferraban sin embargo a un pasado que ya no podía seguir siendo. La Iglesia mantenía un concepto medioeval: se consideraba un poder soberano que debía tener preeminencia incluso sobre el Estado. Obviamente no podían coexistir dos soberanías. El Estado mexicano quiso imponer la suya, que era lo que correspondía hacer. La Iglesia se opuso a perder sus fueros, sin inmunidades, sus privilegios. Pretendió mantenerse como entidad soberana, con potestad semejante a la del Estado. Y eso no podía ser. No creo que le faltó claridad de juicio al clero. Tenía prelados que ya los quisiéramos para este tiempo, hombres de la talla intelectual del señor Labastida, de la cultura del señor Munguía. Lamentablemente ellos se vieron obligados a defender algo que era indefendible ya. Para colmo encontraron eco en Roma. Sucedió entonces lo mismo que sucedió en nuestro siglo en los años trágicos del 26 al 29: hubo guerra.
El presidente Comonfort se esforzó por evitar el conflicto. Llegó al extremo de enviar a Roma a un representante suyo, que lo fue don Ezequiel Montes, quien llevaba la misión de explicar al Papa con respeto filial lo que estaba sucediendo en México: por qué se suprimió el fuero eclesiástico; por qué se desamortizaron los bienes del clero. El Papa, aconsejado por los obispos mexicanos, sobre todo por Labastida, ni siquiera recibió al enviado. Don Ezequiel halló cerradas para él las puertas del Vaticano. De nada sirvió que en una carta al Pontífice se declarara el presidente de México "... hijo fiel y sumiso de la Iglesia Católica...". Esta no admitía que se le tocara ni con el pétalo de una ley que realmente era muy moderada.
Armando Fuentes Aguirre, "Catón". Nació y vive en Saltillo, Coahuila. Licenciado en Derecho; licenciado en Letras Españolas. Maestro universitario; humorista y humanista. Sus artículos periodísticos se leen en más de un centenar de publicaciones en el País y en el extranjero. Dicta conferencias sobre temas de política, historia y filosofía. Desde 1978 es cronista de la Ciudad de Saltillo. Su mayor orgullo es ser padre de cuatro hijos y abuelo de 13 nietos.