No se ha dado la debida importancia a los sucesos del Jueves Santos de ese año en la capital de la República, cuando la autoridad civil representada por el gobernador del Distrito Federal, Juan José Baz, fue desairada por la autoridad de la Iglesia Católica, representada por el arzobispo de México, don Lázaro de la Garza y Ballesteros.
¿De quién fue la culpa? No quiero saberlo. Lo que sí puedo decir es que ese desaire, aparentemente sin más trascendencia que para la chismografía, tiene a mi juicio carácter nada menos que de una declaración formal de guerra por parte de la Iglesia al Estado. No se estaba desairando a cualquier quídam: se desairaba al presidente de la República, cuya representación ostentaba el señor Baz. Al cerrarle la puerta de la Catedral Metropolitana al gobierno la Iglesia estaba prácticamente dando por terminadas sus relaciones con él, y rompía las hostilidades.
Se armó la de Dios es Cristo. Baz se retiró a las casas consistoriales "entre la pública y bien merecida mofa", dice el padre Cuevas. Furioso ordenó que la Catedral fuese rodeada por la policía y que los canónigos que salieran fueran aprehendidos de inmediato. No hay canónigo que coma lumbre: todos se encerraron a piedra y lodo en el sacro recinto. El pueblo se amotinó al ver cerradas las puertas de su mayor templo en un día tan grande. Congregado en el zócalo y en el atrio empezó a proferir gritos coléricos:
-¡Muera el sacrílego Baz!
-¡Malditos masones!
-¡Abajo Comonfort y la Constitución!
-¡Que se larguen los puros!
Un tal licenciado Valenzuela, que había sido despedido de su trabajo en la secretaría de Fomento por haberse negado a jurar la Constitución, incitaba a la muchedumbre a ir al Palacio Nacional a matar a Comonfort. Una mujerona blandía un machete al tiempo que clamaba una y otra vez:
-¡Viva Dios!
Los canónigos oían aquel clamor desde el interior de la Catedral, pero ninguno se atrevía a salir, ya para encabezar al pueblo, ya para calmarlo. Enviaron a un sacristán a que fuera a pedir auxilio al señor arzobispo. Su Ilustrísima, con prudencia archiepiscopal, tampoco salió de su palacio. Mientras tanto el pueblo se enfrentaba a los hombres armados que el gobernador Baz envió contra él. No sería la última vez que el pueblo mexicano luchara por su fe mientras los jerarcas de la Iglesia ejercían aquella seráfica prudencia.
Por orden de Baz los gendarmes comenzaron a disparar sus armas. No tiraron a matar, sino sólo para dispersar a la enardecida multitud. La gente echó a correr despavorida por las calles. Hubo atropellados, gente apachurrada. Se rumoraba que los soldados del gobierno habían profanado la Catedral entrando a caballo en ella para aprehender a los canónigos. Eso no era cierto, pero lo que no es cierto es lo que le gente cree con mayor facilidad en trances de agitación como ése.
Dispersada la muchedumbre la plaza mayor quedó sola, y vacías las calles cercanas. A las 6 de la tarde, después de asomar cautelosamente la cabeza, fueron saliendo uno a uno los canónigos, que se retiraron a sus casas sin que los molestara nadie. Cualquiera hubiese dicho que el problema había terminado. La verdad es que apenas comenzaba.
Armando Fuentes Aguirre, "Catón". Nació y vive en Saltillo, Coahuila. Licenciado en Derecho; licenciado en Letras Españolas. Maestro universitario; humorista y humanista. Sus artículos periodísticos se leen en más de un centenar de publicaciones en el País y en el extranjero. Dicta conferencias sobre temas de política, historia y filosofía. Desde 1978 es cronista de la Ciudad de Saltillo. Su mayor orgullo es ser padre de cuatro hijos y abuelo de 13 nietos.