OPINIÓN

México Mágico

MÉXICO MÁGICO / Catón EN EL NORTE

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En una ocasión asistí en Monterrey a la comida campestre de cumpleaños que su familia le hace a un buen amigo mío. (Ningún amigo malo tengo). Se sirvió un banquete mejor que el de las bodas de Camacho en el Quijote. Había cabrito, desde luego, preparado en seis o siete formas diferentes: al pastor, al horno, al ataúd, en adobo, guisado en salsa de tomate, en fritada... Había borrego a la griega. Había marrano asado a fuego lento. Había -cosa inusual- patagorría, que no es platillo nuevoleonés, sino declaradamente coahuilense, del centro y norte de nuestro Estado. La patagorría, cuyo nombre castizo es "patagorrilla" o también "patagorrillo" -palabra emparentada con "batiburrillo", que significa revoltura-, es el guiso que se hace mezclando la asadura picada del animal, sea borrego, chivo, y aun el mismo cerdo.

Pero eso no era todo. Había también unos insignes chiles rellenos de frijoles, gala de la cocina criolla cuyo sabor indescriptible se consigue friendo los frijoles con manteca de puerco en la que se ponen hojas de aguacate. Había unos quesos de cabra que ni los de Cabrales. Y a la hora del postre apareció toda la dulcería regiomontana, con las gloriosas glorias de Linares, los turcos de la antigua Villa de Santiago, los sabrosísimos frutos de las moliendas cuaresmeñas, el pan de Bustamante, a más del súmum de la pastelería urbana... 

Festín de Lúculo fue éste. Ese tal Lúculo -en verdad su nombre debe escribirse sin acento: Luculo, pero así se oye feo- era un romano famoso por los banquetes que ofrecía, llenos de manjares exóticos que maravillaban a sus comensales. Una vez los dejó embelesados con el sabor de unas pequeñas frutas que había llevado a Roma desde Asia. Esas pequeñas frutas eran las cerezas, hasta entonces desconocidas en Europa.

Pero vuelvo a Monterrey. A mi lado se hallaba un cierto camarada que días antes me había dicho que estaba en rigurosa dieta a fin de contrarrestar los visibles efectos de las comilonas de Navidad y Año Nuevo. No pude menos que observar que el dicho amigo comía a dos carrillos, y a más lo habría hecho si hubiese tenido más de dos carrillos. De todo estaba degustando, sin dejar pasar uno solo de los platillos que los meseros llevaban a las mesas. Competentes porciones se servía, y de todas daba minuciosa  cuenta.

 Fue irresistible la tentación de acarrillarlo, mexicanismo que significa embromar a alguien. Le pregunté con sorna:

-¿No que estabas a dieta?

Y entonces oí de sus labios una de las más sabias frases que he escuchado en los últimos tiempos, y vaya que casi a diario escucho de mis amigos frases sabias. Me dijo estas tres aladas palabras que aún en su brevedad son susceptibles de convertirse en máxima, sentencia, refrán o aforismo:

-Gorra mata dieta.

Esa lacónica expresión debe inscribirse en bronce eterno o mármol duradero. En efecto, lo dado tiene un sabor irresistible; no hay propósito dietético o penitencial que pueda vencer la tentación de aprovechar los dones gratuitamente recibidos. "A la gorra no hay quien corra", dice otro famosísimo proloquio mexicano. Ante un festín sin cobro se olvida toda consideración, incluso aquella que decía: "De limpios y tragones están llenos los panteones". Total, respondamos con otro refrán antiguo: "Comer hasta enfermar, y ayunar hasta sanar". Y vuelta a comenzar.