OPINIÓN

MÉXICO MÁGICO

MÉXICO MÁGICO / Catón EN EL NORTE

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Roma locuta, causa finita.

"Habló Roma; terminada está la causa".

Esa frase salió de un sermón de San Agustín. Con tales palabras aludió el santo de Hipona a la soberanía de la curia romana en las cosas de la Iglesia.

Pues bien: Roma hizo que México tenga ya una treintena o más de santos. Teníamos nada más uno, entrañable: San Felipe de Jesús. Conmueve la sencilla leyenda -en páginas hermosas la narró don Artemio de Valle Arizpe- según la cual una criada de la casa de Felipe, en la capital de la Nueva España, se burlaba de sus anhelos de santidad. Le mostraba una higuera que había en el jardín, seca de muchos años, y le decía, burlona, al muchachillo:

-Antes renacerá esa higuera que llegues tú a ser santo.

Un día amaneció verdecido el árbol muerto. Y la mujer corrió por la casa gritando el anuncio jubiloso:

-¡Felipillo santo! ¡Felipillo santo!

Ese preciso día Felipe había alcanzado la palma del martirio.

Durante muchos años tuvimos ese santo nada más. López Velarde lo citó en este dístico de su "Suave Patria":

"... Te dará, frente al hambre y al obús,

un higo San Felipe de Jesús...". 

Es decir: en la angustia de la pobreza y de la guerra recibirás el consuelo de la fe.

De un solo santo nos fuimos a muchos ¿No será demasiado eso, así, tan de repente? Hasta será difícil aprender sus nombres. Juan Diego, claro. Pero ¿y los demás? Del nuevo santoral mexicano, más de veinte de los canonizados son mártires de la guerra cristera. Hace algún tiempo los Caballero de Colón trajeron a Saltillo, para presentarlas a la veneración de los fieles, las reliquias de algunos de esos mártires de la Cristiada. ¿Quién los martirizó? Yo digo que esos santos fueron víctimas tanto del Estado como de la Iglesia. En alguna forma se les puede comparar con Santa Juana de Arco, mártir al mismo tiempo del poder civil y el eclesiástico. 

El conflicto cristero fue una guerra crudelísima, fruto de excesos cometidos tanto por el poder temporal como por el espiritual, que a veces no lo es tanto. El Gobierno incurrió en errores graves; en errores gravísimos incurrió también la Iglesia. La resistencia civil se convirtió en lucha armada aprobada y bendecida por los jerarcas, del Papa abajo. ¡Cuántos hombres renunciaron al sosiego de su casa, al calor de su familia, y al grito de "¡Viva Cristo Rey!" fueron a combatir por sus creencias! ¡Cuántas mujeres y cuántos jóvenes arriesgaron su vida -y a veces la perdieron- por ayudar a quienes combatían!

Las llamadas guerras santas son las peores de todas las guerras. Muchos de los cristeros cometieron abusos execrables: un cura armado, el padre Vega, se hizo famoso por su extrema crueldad. Del otro lado también hubo fanáticos del poder estatal que fusilaban imágenes de santos en los altares y atrios de las iglesias y ahorcaban gente por el solo delito de llevar un escapulario. En verdad jamás en la historia de México, ni siquiera cuando las Guerras de Reforma o la Revolución, se vio una lucha tan enconada y cruenta. ¡Y se libraba en nombre de Cristo, por un lado, y por el otro en nombre de la ley! ¿Cuál fanatismo, me pregunto, será peor, el religioso o el político?

Al final la Iglesia pactó con el Gobierno unos "arreglos" muy desarreglados. Se llegó a un deshonroso empate. Los jerarcas dejaron en la estacada al pueblo fiel. Mártires del conflicto cristero son esos santos, todos víctimas, todos inocentes. La Iglesia los pone en los altares en señal de veneración. Deben estar ahí también en señal de desagravio.