OPINIÓN

MÉXICO MÁGICO / Catón EN EL NORTE

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Hace años -¡ay, muchos años!- fui a Guanajuato en compañía de un querido amigo. Nos hospedamos en el Castillo de Santa Cecilia, que entonces se acababa de inaugurar y era la gran atracción turística de la ciudad. En el bar el mesero oyó nuestra conversación, y nos preguntó: "¿Son ustedes norteños?". "Así es" -respondió mi amigo. Dijo el hombre, obsequioso: "Permítanme entonces ofrecerles un coctel Monterrey, cortesía de la casa". Fue y nos trajo sendos vasos de agua. 

Nunca me canso de ir a Guanajuato. La semana pasada fui otra vez en cumplimiento de mi perenne oficio, el de juglar. Pedí a mi anfitrión que me hospedara en la Quinta "Las Acacias". Hace unos días hablé de ese lugar. Es uno de mis hoteles favoritos, y seguramente uno de los más bellos del país. Sus dueños adaptaron la mansión de la familia, una antigua casona porfiriana, y la convirtieron en hotel boutique, conforme a la moda en hotelería. Antes, en cuestión de hoteles, a mí me gustaba lo espectacular. Ahora me gusta más bien lo íntimo. En Las Acacias las habitaciones son tan pocas, relaté, que ni siquiera tienen número: tienen nombre. Esta vez me tocó "La galereña". En la puerta hay una placa donde se explica el nombre. La esposa de un minero pobre era asediada por el dueño de la mina. Cierto día, al llevarle el almuerzo a su marido, vio que el patrón estaba en asecho para atacarla. Vio una grieta en la montaña, y a fin de librarse del lascivo ricachón se metió en ella. Encontró ahí una veta riquísima de plata que hizo la fortuna de su familia hasta la décima generación, que todavía no llega. El marido vivió siempre agradecido con el patrón por haber querido tirarse a su mujer. 

Las Acacias está frente al parque Florencio Antillón, al cual también me referí en el citado texto. Este señor, acendrado liberal, fue bisabuelo de Jorge Ibargüengoitia. Las cenizas del escritor, muerto en Madrid en un accidente de aviación, fueron depositadas en el parque, bajo la sombra de los árboles. La inscripción en el monumento funerario dice así: "Aquí yace el escritor Jorge Ibargüengoitia, en el parque de su bisabuelo, que luchó contra los franceses". Me dicen que la tal inscripción es travesura, pues a la Batalla del 5 de Mayo don Florencio llegó el día 6 de mayo. Preguntó muy a la mexicana: "¿Qué la batalla no era hoy?". 

Siempre que voy a Guanajuato procuro ir a desayunar en la Casa Valadez, que está en el Jardín de la Unión, frente al hermoso Teatro Juárez. Esta vez pedí los Huevos Campestres, magnífico platillo que se compone de un par de huevos estrellados sobre dos tortillas fritas puestas en una cama de frijoles, con acompañamiento de rajas de chile verde y elote desgranado. Una delicia.

Mi anfitrión es originario y vecino de Guanajuato. Aquí mismo fue a la universidad. 

-La vida del estudiante -me contó- era gratísima. Asistíamos a clases de 8 a 10 de la mañana. Almorzábamos unas gorditas en la calle, y luego paseábamos por la ciudad. Después de comer regresábamos a clases, de 3 a 5 de la tarde. Seguidamente íbamos al cine, o a tomar una nieve en el Jardín. Después visitábamos a nuestras novias, de 8 a 10 de la noche, y luego les llevábamos serenata, pues todos formábamos parte de alguna estudiantina. A eso de la una o dos de la mañana nos íbamos a dormir. 

Le pregunté:

-Oiga usted: ¿y a qué horas estudiaban?

-¿Estudiar? -exclamó con asombro-. ¿Cómo íbamos a estudiar, licenciado, si éramos estudiantes?