OPINIÓN

MÉXICO MÁGICO / Catón EN EL NORTE

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Un tremendo aguacero cayó sobre la Ciudad de México al pardear aquella tarde de agosto de 1833. En unos cuantos minutos la gran capital quedó inundada: se desbordaron los canales y las calles se convirtieron en acequias. Cuando se hizo de noche la urbe parecía un enorme lago.

En su mísera casucha de vecindad una mujer casi paralítica estaba con su hijo más pequeño. La triste habitación se hallaba a oscuras, vacía de moblaje. Todos los enseres de la casa se habían sacado al corredor, pues así lo aconsejaban las medidas de higiene dictadas por las autoridades. Una terrible epidemia de cólera morbo asolaba a la población, y ante la amenaza tan cierta de la muerte la casa fue fumigada, sus pisos y paredes se regaron con vinagre y cloruro y había recipientes con vinagre atrás de cada puerta.

Rezaban la mujer y el muchachillo. Ella se retorcía las manos, angustiada, porque a primera hora de la mañana había salido su otro hijo, y aún no regresaba. ¿Qué habría sido de él? ¿Dónde andaría? 

Sonó el toque de queda. La gran puerta de la vecindad se cerró, como se cerraban a esa hora todas las casas y comercios. Sin decir palabra el jovencito buscó pajuela y pedernal y golpeando una y otra vez, y soplando a todo pulmón, logró al fin encender una pequeña lumbre en el fogón, y luego una lamparilla de llama vacilante. Después se hizo nuevamente el silencio, cortado sólo por los hondos suspiros y las invocaciones de la madre a Dios y a la Virgen.

En eso se oyeron golpes sonoros en la puerta. Abrió la mujer que servía de portera, y siguieron pasos apresurados y vocerío de gente. Traían a alguien que no podía caminar por sí mismo. La mujer lanzó un grito: era su hijo. Gravemente atacado de cólera, unos transeúntes caritativos lo encontraron tirado sin sentido. Lo recogieron, y reconocido por alguno lo traían a su casa. Cumplido el cristiano deber los hombres se retiraron con presteza para no exponerse por más tiempo al contagio del espantoso mal.

¿Qué hacer? Casi oscuras la casa, sin ropa las camas, la pobre madre se angustiaba viendo a su hijo, terrosas las facciones, hundidos los ojos en sus cuencas, el cuerpo sacudido por impresionantes convulsiones. Sin decirse nada el uno al otro la madre y el hijo pequeño se acostaron junto al agonizante en la cama desnuda, para darle siquiera el calor de sus cuerpos. Así pasaron las horas de la noche. Lloraba la mujer e invocaba una y otra vez a la Divina Providencia. El enfermo temblaba y decía cosas sin sentido en el delirio de la fiebre. El otro hijo, vencido por el sueño, se durmió.

De pronto cesaron las voces del enfermo, y se aquietaron sus convulsos movimientos. La madre, con el corazón en un puño, se enderezó para observarlo. ¿Había muerto ya? ¿Había sido sordo a sus súplicas el Cielo? Los primeros resplandores del amanecer comenzaban a entrar por la ventana. Súbitamente el muchacho enfermo abrió los ojos. Se incorporó. Parecía que una nueva vida lo llenara de ímpetu y vigor. De un salto se puso en pie y luego, como si se hubiera dado cuenta súbitamente de todo lo que le había ocurrido, cayó de rodillas y con voz triunfal empezó a recitar la vieja oración de los apóstoles:

-¡Creo en Dios Padre...!

La madre y el otro hijo, llorando de alegría, se arrodillaron también y siguieron la fervorosa oración, que en labios de aquel que había escapado de la muerte sonaba como un himno de resurrección.

Este relato pertenece a los días del gobierno de Valentín Gómez Farías, cuando la gente pensó que la epidemia y demás calamidades sobrevenían por los ataques del vicepresidente a la Iglesia y sus ministros, y cuando el pueblo se levantó contra el gobierno al grito de "¡Religión y fueros!". El muchachillo que acompañó a su madre, y que con ella veló junto al hermano enfermo, era Guillermo Prieto. Escribió ese punzante recuerdo de su niñez en un precioso libro, "Memorias de mis tiempos", y al final del relato puso una expresión indignada:

"... ¡Y que haya animales que me supongan incrédulo!...".