OPINIÓN

MÉXICO MÁGICO / Catón EN EL NORTE

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Personaje de singular importancia fue el arriero en el siglo antepasado, quiero decir el diecinueve. Antiguamente el propio comerciante salía a vender sus productos, y a allegarse otros. Así tenemos que Santo -o Santos- Rojo viajaba en los albores del siglo diecisiete hasta Xalapa. Después los "géneros" eran llevados en recuas de mulas conducidas por arrieros -"conductas" se llamaban por eso tales envíos-, quienes a cambio de un pago o flete transportaban las mercaderías a donde se les ordenaba. 

La palabra "arriero" no tiene hoy la misma significación que tuvo ayer. Cuando en estos tiempos oímos ese término pensamos -los que sabemos su significado, pues los jóvenes no lo conocen ya- en un sujeto rudo, mal encarado y maldiciente, de poco caletre y menos aún educación. En aquellos tiempos el arriero era muy otro.  Personaje de singular importancia en la vida económica de las ciudades, sin su presencia éstas no habrían podido vivir. Las "conductas" de los arrieros eran lo que para nosotros son ahora el ferrocarril, el transporte por carretera o por avión. No eran pobres los arrieros, sino antes bien personas de buena condición, y de posibles. Buenos dineros eran menester para hacerse de mulas y caballos, de armas y aperos, de todo aquello que se necesitaba para emprender aquellos viajes tan llenos de toda suerte de peligros.

Así las cosas, el arriero no podía ser hombre cualquiera, sino muy especial. Debía reunir al mismo tiempo las cualidades del comerciante y el soldado, del explorador y el aventurero. Pero una virtud muy especial debía tener, sobre todo: honradez acrisolada. A él se le confiaban, en efecto, mercaderías muy valiosas. Barras de plata, lingotes de oro, monedas acuñadas, eran objetos de tráfico común en tierra de minerías. Entre Acapulco y México, o entre Veracruz y la Capital -había cerca de 8 mil arrieros que trabajaban esas dos rutas, con más de 50 mil mulas-, se transportaban joyas, telas preciosas, maderas finas, y también el oro y la plata ya citados. Toda la fortuna de un comerciante podía ir en una sola conducta, de modo que su pérdida significaba la ruina para él. Más aún: a los arrieros se les confiaban personas para que las llevaran de una ciudad a otra: el muchacho de pueblo que iba a estudiar a la ciudad; la doncella que debía entrar de novicia en un convento lejano; el enfermo que iba a tomar las aguas salutíferas que en un cierto lugar brotaban a raudales; el caballero que viajaba a la capital del virreinato a arreglar asuntos palaciegos A todos ellos los llevaba el arriero, evitando malos encuentros con indios o salteadores de caminos, y enfrentándolos con sus hombres si los atacaban.

Don Eugenio del Hoyo, notable historiador zacatecano, solía decir que su abuelo, arriero de oficio, era una de las personas que gozaban de mayor consideración social en su ciudad. Recuérdese que don José María Morelos y Pavón antes de ser cura anduvo de arriero en los peligrosos caminos michoacanos, ahora más peligrosos aún.

Por eso, además del comerciante o mercader, el arriero debe ser mencionado en los libros de historia. Cambiaron los tiempos, y la noble figura del arriero dejó de ser lo que era. Aunque arrieros somos y en el camino andamos, arrieros ya casi no se ven. Pero cuando en algún pueblo del sur me toca todavía ver una recua de mulas llevadas por un arriero con mandil de cuero y restallante látigo, rindo silencioso homenaje en su persona -y en las de las mulas- a aquellos ilustres antecesores suyos que lloviera o tronara, hubiese nieve o sol, con indios o sin ellos, sin y con bandoleros, iban por aquellos caminos que apenas si lo eran, y unían una ciudad con otra, y unos hombres con otros, y que por tanto fueron también parte, como los soldados y los frailes, como los labradores y los mineros, como los ganaderos y los comerciantes, de aquella magna obra civilizadora que fue la población de estas tierras y el establecimiento en ellas de las ciudades en que vivimos hoy.