OPINIÓN

MÉXICO MÁGICO / Catón EN EL NORTE

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El otro día vi una foto del Saltillo antiguo que muestra el túnel de filtración de Buenavista, por el rumbo de la Universidad Agraria "Antonio Narro", un largo socavón que se hizo en los años cincuenta para agrandar el caudal de agua que surtía a la ciudad. Yo entré con mis primos a ese túnel misterioso, oscuro y húmedo, larguísimo, en audaz expedición que encabezó Rubencito, quiero decir Rubén Aguirre, conocido mejor como el Profesor Jirafales de la televisión. Sin medir el peligro caminamos a tientas por entre el agua que corría a nuestros pies y nos caía de arriba. Queríamos ver hasta dónde llegaba aquel prolongado pasadizo. Alguien nos había asegurado que terminaba en Estados Unidos. Llegamos por fin al extremo del túnel, luego de un tiempo que a mí me pareció una eternidad, y en gesto dramático que anunciaba ya al gran actor que luego llegaría a ser, Rubencito nos hizo a todos poner las manos en la pared del fondo y rezar un padrenuestro. Muchos también estaban rezando afuera nuestros angustiados papás, que nos buscaron por todas partes sin hallarnos. Cuando salimos supe lo que es pasar sin transición de los abrazos y los besos a las nalgadas.

Los túneles tienen un misterio que atrae siempre. En varias ciudades de nuestro país he escuchado la misma leyenda que en Saltillo hemos oído todos: la de un túnel que atraviesa la ciudad. Esa conseja la he oído en Monterrey, en Mérida, en Guadalajara... La semana pasada la escuché en Durango. Según mis anfitriones existió ahí un túnel que empezaba en la Catedral e iba al Seminario Conciliar; de ahí al Arzobispado y templo de San Francisco, y luego a los diversos conventos que había en la ciudad.

A los niños saltillenses nos contaban que había un túnel que unía a la Catedral con los templos de San Esteban, San Juan Nepomuceno y San Francisco. Pienso que la existencia en las catedrales de criptas destinadas a sepultar a los obispos es lo que debe haber originado esas leyendas, creaciones de la imaginación popular. Una vez el ingeniero Pablo Cuéllar, acucioso investigador de las cosas de Saltillo, me contó que lo llevaron a ver los restos de una construcción en la casa situada en la esquina noreste de las calles de Bravo y Juárez. Eran esos restos lo que quedaba de un aljibe, me dijo el ingeniero, pero los moradores de la casa juraban y perjuraban que era lo último que quedaba de aquel túnel legendario.

Y ¿para que servían los tales túneles? La gente les atribuía los más diversos y fantásticos usos. Eran para que los padrecitos escaparan en caso de persecución. Servían -esto lo afirmaban los jacobinos comecuras- para sepultar ahí los cuerpecitos de las criaturas que nacían como fruto sacrílego de los amores entre curas y monjas. Otros decían que eran para guardar las inmensas riquezas de la Iglesia: costales llenos de monedas de oro; barras de plata; cofres con joyas que dejaban al morir las señoras ricas para comprar la salvación de su alma.

Mentira; todo era mentira. No había tales túneles, ni en Saltillo ni en otra parte alguna. Pero nadie puede poner límites a la imaginación del pueblo.