OPINIÓN

MÉXICO MÁGICO / Catón EN EL NORTE

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El barrio del Ojo de Agua es el más entrañable y popular de mi ciudad, Saltillo. En sus umbrales nací, y traté a su gente. Conocí a Pancho Gámez, llamado "La Gallina", gran maestre de matachines, cazador y vendedor de pájaros, y en tal carácter -según rezaba su tarjeta de presentación- Secretario General del Sindicato Nacional de Captores y Expendedores de Aves Canoras, de Ornato y Similares de la República Mexicana. Conocí a Perfecto Delgado, hombre gordísimo, panadero de oficio y líder del partido tricolor, que decía hablando de sí propio y de su nombre: "Soy una contradicción viviente: ni soy perfecto ni soy delgado, y aunque pertenezco al PRI vivo del pan". Porque era panadero, como dije. Conocí a Otilio "El Zurdo" Galván, que llegó a ser campeón nacional de peso mosca. Cuando venció por nocaut técnico al Toluco López, púgil de la categoría superior, la gente llevó al Zurdito a hombros desde el sitio de la pelea hasta su casa, que fue atravesar toda la ciudad, y de subida. No alcancé ya a conocer al tío Camacho, juez del barrio, cuyas sentencias eran iguales a las de Sancho en Barataria. Una muchacha se quejó ante él de haber sufrido violación irreparable en su cuerpo, con pérdida total de la virtud. El tío le alargó la pluma -una de aquellas de ave, antiguas- para que firmara su declaración, pero cuando ella iba a mojar la péñola en el tintero el sabio juez se lo movió de pronto, y dos o tres veces más después, con lo que la quejosa no pudo acertar a meter la pluma. "Si hubieras hecho tú lo mismo nada te habría pasado -le dijo el tío Camacho-. Vete y no peques más". Conocí a don Eduwiges, el zaurino del Ojo de Agua. La gente le decía así, "zaurino", por decir "zahorí", que es el nombre que se da a quien es diestro en descubrir las cosas ocultas. No era zahorí en verdad don Eduwiges. Era yerbero, sí, o herbolario. Conocía las secretas virtudes de las plantas, y las recetaba con parsimonia de médico graduado. Ni siquiera se sonreía cuando los señores de edad madura le solicitaban en voz bajita la hierba garañona, agreste Viagra capaz -se aseguraba- de restituirle el ánimo al más desanimado. Otras hierbas expendía también don Eduwiges. Cierto día una joven esposa fue con él. Le contó que era recién casada. Su marido, por desgracia, tenía el genio destemplado. A veces le levantaba la voz; le decía palabras de aspereza. Y ella no se quedaba atrás, confesaba la muchacha. Era igualmente de carácter vivo, y a las palabras duras del marido contestaba con otras aún más rudas. Y se trababa el pleito, y el matrimonio se estaba yendo a pique. Pero ella amaba a su hombre, decía la muchacha, y no quería perderlo a causa de esas lides. Preguntaba por eso a don Eduwiges si no tendría por ventura alguna hierbita milagrosa que sirviera para evitar los pleitos entre esposos. Sí la tenía, claro. Le dio a la joven unas hojitas verde olivo; le dijo que las hirviera en jarro de barro, y que luego dejara el cocimiento como agua de uso. Cuando su marido le dijera alguna palabra altisonante, lo único que ella tendría que hacer para evitar el pleito sería beber un trago de aquella agüita prodigiosa. Inquirió la muchacha: "¿Grande el trago o pequeño?". "Pequeño o grande, es igual -contestó don Eduwiges-. Lo importante es que no te lo pases. Déjatelo en la boca. Con eso se acabarán los pleitos". Y se acabaron, claro. Para pelear se necesitan dos, y la muchacha, ocupada en retener el sorbo de la mirífica poción, no respondía ya a las invectivas del esposo. Él advertía su silencio; se avergonzaba por su rudeza y tosquedad y le pedía perdón. Se reconciliaban, entonces, amorosamente. Entiendo que tuvieron ocho reconciliaciones.