OPINIÓN

MISCELÁNEA DE HISTORIAS / Catón EN EL NORTE

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MIRADOR

 

Pasa el artero gato, tigre minimalista, por lo más alto de la pared de adobe. Lo miro y siento un amago de tristeza: va en busca de las aves que por las madrugadas y en la tarde ponen su canto en nuestra casa.

Yo quisiera que el gato se comiera nomás a los ratones. Que fuera sólo un desmurador. (Así oí que llamaban a los gatos: "desmuradores", en un pueblo asturiano. Y es que en latín el ratón se llama mur). A los ojos de la naturaleza, sin embargo, no hay diferencia alguna entre un ruiseñor y una rata. Los dos son vida. A los dos, por tanto, puede llegar la muerte.

Pasa el gato. Lleva con él un ominoso vaho de silencio que lo acompaña a todas partes. Se agazapa en un repecho de la pared, y luego salta. Y su salto es mortal: ha cazado un pájaro que aletea desesperado entre sus fauces. Este gato es la muerte... Mírenlo ahora: va y deja su presa en un rincón de la bodega. Llegan los pequeños gatitos de la última camada y comen. Este gato es la vida... Todo en el mundo es muerte. Todo en el mundo es vida. Éste es un círculo de eternidad.

¡Hasta mañana!...

 

PRESENTE LO TENGO YO

 

Oración sencilla.

 

Francisco de Asís fue santo. Y fue poeta, que es ser dos veces santo. Rico, se hizo pobre. Al hacerse pobre se hizo inmensamente rico. Amó a la pobreza, que es cosa muy difícil; pero además amó también a los pobres, que es cosa más difícil aún. Fue un segundo Cristo. Si se toma en cuenta que Cristo, a más de ser humano, era divino, entonces bien se puede decir que Francisco ha sido el mejor hombre de este mundo. Logró llegar a esa suprema cumbre de humanidad -y de humanismo- que es la fraternidad con todas las criaturas: hermano sol; hermana luna; hermano lobo; hermana agua. Y también hermano hombre, y hermana muerte...

Yo soy santero. Me gustan los santitos, lo he dicho muchas veces, y me duele no verlos ya en las iglesias. Los tengo en mi casa, amables huéspedes, y los saludo cada mañana y cada noche. Incluso sigo teniendo en la pared del corazón a santos a quienes la Iglesia ya no considera santos, como el gigante San Cristóbal, patrono de los caminantes, a cuyos cuidados me encomiendo todavía cuando voy de viaje. Lo tengo de bulto en una imagen conseguida en Nápoles. Aparece en el momento en que cruza el río para llevar al Niño a la otra orilla. Usa como bordón una palmera, y lleva sobre el hombro su preciosa carga, el Niño Jesús, que a su vez porta el globo del mundo entre sus manos.

 

Un poder tan sin segundo,

Cristóbal, reside en vos,

que, cargando al mundo Dios,

vos cargáis a Dios y al mundo.

 

Otros muchos santos tengo en mi santoral. Algunos son muy extraños, o como Santa Liberata -la patrona del nombre de mi abuela-, bellísima doncella crucificada por su fe. Luce la hermosa joven una vellida barba negra que le llega hasta la cintura. Su padre la prometió en matrimonio a un centurión romano, y ella, que había hecho voto de virginidad para desposarse con el Señor, le pidió a Dios un milagro que la apartara de ese casamiento. Dios le hizo el milagro -se trataba de su esposa-: la víspera de las bodas le salió a Liberata una barba que ya la hubiera querido para sí el más barbón de todos los barbones. El centurión ya no la quiso, y su padre la mandó crucificar.

Mi santo más amado, sin embargo, es San Francisco. Está en el altar mayor -eso de "mayor" es un decir, pues el altar es pequeñito- de la capilla que hicimos en el Potrero de Abrego. Tiene un libro en la mano, que seguramente es el Cántico del Sol, cuando no las humildes Florecillas. Muestra en sus manos los estigmas de la pasión de Cristo, y nos ve a todos con una mansa mirada donde hay inmenso amor. Y perdón, también, que es uno de los modos más bellos del amor.

Luego, en la casa, tengo una vieja litografía en donde está Francisco hablando con el feroz lobo de Gubbio. Las palabras del santo han dulcificado a la fiera, que mira al hombre con mirada amantísima, de perro. Sobre ambos vuela una bandada de palomas, como si el mundo todo se hubiese vuelto blanco con el triunfo de la bondad sobre el más bajo instinto: el odio.

San Francisco de Asís es el autor de una oración, la más bella compuesta jamás por hombre alguno. Se me dirá que el Padre Nuestro es la plegaria más hermosa, y bien se me dirá. Pero el Padre Nuestro es "la oración que el Señor nos enseñó". No es obra humana, por lo tanto. En cambio, la sencilla oración de San Francisco es un poema de humanidad. Mañana la pondré aquí, Deo iuvante, a fin de que presida mi labor del año.

 

 

EL ÚLTIMO DE CATÓN

 

Don Cornilio llegó a su casa en las horas más altas de la madrugada. Lo acompañaba su compadre Empédocles, cultivador de báquicas inclinaciones. Los dos iban más ebrios que una cuba. Facilisa, la esposa de Cornilio, recíbelos con áspera acrimonia. "-¡Cornilio! -profiere furibunda-. ¡Mira nomás a qué horas vienes, y en qué estado! ¡Para que se te quite no me voy a acostar contigo en dos semanas!". Luego se vuelve hacia Empédocles y le espeta: "-¡Y con usted tampoco, compadre, para que no ande de sonsacador!".

 

MANGANITAS

Por AFA

 

"... Los políticos siguen de vacaciones".

 

"No sé si te fijarías

-me comentaba un lector-

pero todo en estos días

funciona mucho mejor".