OPINIÓN

MISCELÁNEA DE HISTORIAS / Catón EN EL NORTE

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MIRADOR

Mientras escribo esto ha entrado en mi biblioteca un pedacito de art nouveau: una libélula.

Llegó a través del ventanal, y fue por un instante toda gracia, toda belleza, toda levedad. El peso de los libros se volvió ligero; me pareció que el busto de Beethoven intentaba una sonrisa a pesar suyo. Luego de ser en mí, la frágil visitante fue otra vez en ella, y se marchó. Ni el instante ni la libélula regresarán. 

A veces pesa el alma. Pesa tanto que el cuerpo no puede casi sostenerla, y se agobia y fatiga con su carga. El alma debería ser una libélula, no más que una libélula que sólo por equivocación entrara donde hay libros y severos bustos. Si así fuera iría por el aire y por la luz; tendría la transparencia de las cosas sencillas, y nuestra alma sería toda gracia, toda belleza, toda levedad.

¡Hasta mañana!... 

PRESENTE LO TENGO YO

Despierta, dulce amor de mi vida...

 En una librería de viejo en San Antonio, Texas, hallé un grueso volumen llamado "Diccionario de lugares geográficos". Lo compré, pues los diccionarios me gustan mucho. Tienen poco argumento y poca acción, es cierto, pero su vocabulario es amplio. Además, te sacan de dudas, lo cual es bueno, y te meten en dudas, lo cual es aún mejor. 

Por curiosidad busqué en ese diccionario -escrito en inglés y publicado en 1954- el nombre de Saltillo. Lo que leí me dejó estupefacto: "Saltillo: Ciudad española al norte de México. 60 mil habitantes. Universidad Interamericana. Minas de oro, plata, cobre y carbón; textiles; panaderías; serenatas". 

¡Así decía el artículo! ¡"Textiles, panaderías, serenatas"! He aquí que la romántica costumbre de entonar canciones, por sí o por interpósitas personas, ante la ventana de la mujer amada, era considerada una especie de producto regional que caracterizaba a nuestra ciudad, igual que el pan de pulque y los sarapes, y la distinguía de otras poblaciones.

No dejaba de tener razón el anónimo autor de esa semblanza. En el Saltillo de aquellos años el que no hacía cajeta cantaba en algún trío. Cuando se hicieron viajes a la Luna tuve una certidumbre: si los saltillenses hubiésemos puesto un integrante de un trío sobre los hombros de otro, y luego otro, y así sucesivamente, habríamos llegado a la Luna antes que los americanos sin necesidad de cápsula o cohete. Y el primero en llegar se habría soltado cantando "Gema" o "Novia mía" sobre la superficie lunar.

En cierta ocasión cuatro estudiantes fueron a darle serenata a la novia de uno de ellos. Vivía la muchacha frente a la Alameda, pues su familia era acomodada. Por aquel tiempo -fines de los cuarentas del pasado siglo- andaba muy de moda la canción llamada "Nochecita". "... Cómo te podré olvidar, noche, mi testigo fiel...". Todos los que cantaban esa canción decían "testiga". ¿Quién piensa en gramatiquerías cuando canta?

Llegaron los cantores, pues, al pie de la ventana de la amada. Dijo el galán en voz convenientemente alta:

-Aquí es, señores.

Eso lo dijo a fin de conseguir dos útiles propósitos: el primero, que la muchacha supiera que era él quien le llevaba la serenata; el segundo, que pensara que se la ofrecía con un trío de paga.

Templó la guitarra el único que la traía; carraspearon los otros para aclarar las voces, y los cuatro rompieron a cantar más o menos al unísono:

"Cómo te podré olvidar...".

Ni siquiera habían llegado a la parte medular de la canción, la que dice: "Nochecita ¡qué de ensueños fue mi vida!...", cuando se encendió la luz del jol -así se decía- y se oyeron pasos de hombre. Venía el papá de la muchacha, ni duda. Salieron a todos correr tres de los cantores. El novio, aturrullado por el súbito suceso, acertó sólo a encaramarse al árbol -un desmedrado fresno- que crecía frente a la casa de su dulcinea. Salió el riguroso genitor, a quien había molestado que alguno de aquellos pelangoches cortejara a su hija, para quien guardaba un destino de mayor provecho. Esgrimía el señor, a manera de espada flamígera, el bastón que usaba para apoyarse al caminar. Volvió la vista hacia arriba y vio al galancete sentado con las piernas abiertas en dos ramas del árbol donde en vano pretendió ocultarse.

-¿Qué hace usted ahí, joven? -le preguntó, severo.

-Señor -respondió atolondrado el muchacho-, estoy buscando un nido.

-Permítame ayudarle -ofreció el ceñudo señor-. Creo que estoy viendo el pájaro y los huevos.

Y así diciendo descargó un certero bastonazo en... el nido. 

"Cómo te podré olvidar, noche, mi testigo fiel...".

EL ÚLTIMO DE CATÓN

Le dice una chica a otra: "¿Te enteraste? Susiflor se casó con un señor de edad madura, y tiene seis meses esperando". "¿Cómo?" -se asombra la otra. "Sí -confirma la primera-. Esperando que le haga el amor".

MANGANITAS

Por AFA

" Un argentino solicitó empleo".

Al contestar el informe