OPINIÓN

MISCELÁNEA DE HISTORIAS / Catón EN EL NORTE

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MIRADOR

Iba la lechera con su cántaro al mercado. En eso gritó un pastor:

-¡Que viene el lobo! ¡Que viene el lobo!

Al mismo tiempo un burro tocó la flauta, y pasó por ahí una cigarra que cantando pasó el verano entero.

Un fabulista vio a la lechera, al pastor mentiroso, al burro y la cigarra, y se llenó de confusión. Todos esos personajes no pertenecían a la misma fábula. ¿Cómo explicar el hecho de que anduvieran juntos? Sobre todo ¿qué moraleja se podía sacar de su presencia ahí?

No soy un fabulista. Las moralejas me disgustan. Aun así, busqué alguna enseñanza en ese revoltillo. Creo haber encontrado una. En el mundo y la vida hay gente de todo orden. Y de todo desorden también. Así es el mundo. Así es la vida. Pretender que todos sean como tú y compartan tus mismas moralejas es desconocer esa inmensa variedad de modos de pensar y de sentir. En presencia de la lechera ilusa, del pastor mentiroso, del burro que por casualidad tocó la flauta y de la cigarra imprevisora, lo mejor que se puede hacer es ejercitar las virtudes de la tolerancia y de la comprensión.

Eso no es moraleja. Es simplemente humanidad.

¡Hasta mañana!... 

PRESENTE LO TENGO YO

Entre santa y santo

Yo soy santero. Me gustan mucho los santitos. Tengo un montón de libros sobre ellos, desde la preciosísima "Leyenda dorada", de Santiago de la Vorágine, hasta la "Enciclopedia de la Santidad", de Turner, pasando por el Flos Sanctorum que en traducción del Padre Ribadeneyra leía mi abuela, mamá Lata. Poseo también el Año Cristiano de fray Justo Pérez de Urbel, la ornada Hagiografía de Juan Ferrando Roig y el delicioso Diccionario de los Santos escrito por Dom Philippe Rouillard, benedictino.

Ni siquiera el Concilio Ecuménico Segundo, tan protestante él, pudo quitar poesía a ese santerío que a mí me dice tanto. Si por mí fuera yo haría lo que los señores de antes, que tenían en su casa una capilla u oratorio. No hace mucho tiempo estuve en Lagos de Moreno, y fui alojado en la casa de un caballero laguense de los de antes. Me despertó a las 6 de la mañana un confuso rumor de voces que parecían cantar o hablar a coro. Y es que mi cuarto estaba al lado del oratorio particular de aquel señor, donde todas las mañanas se celebra misa. Aquella fue la primera que oí en cama, sin saber bien a bien cómo portarme.

Si pudiera yo tendría en mi casa -la de ustedes- una capilla igual. Y no sería como son las iglesias de hoy, horras de santos, vacías de Año Cristiano sus paredes, semejantes a las de una bodega. Mi oratorio estaría lleno de vírgenes, mártires, confesores y toda suerte de santificados. No haría caso de los historiadores de la Iglesia, que expulsaron del santoral a tantos santos y santitas. ¡Como si alguien pudiera expulsar a una leyenda! La verdad es a veces la mayor y más inútil de todas las mentiras. Por encima de la Historia, en lindas peanas hechas con fe de pueblo, siguen en los altares Santa Bárbara doncella líbrame de una centella; San Jorge con todo y su dragón; San Cristóbal cargando sobre sus hombros de gigante a un Niño Dios que lleva en las pequeñas manos el orbe de la tierra 

Más santos necesitamos, y no menos. Ya es santo Juan Dieguito y la treintena de mártires de la cristiada, pero falta todavía el Padre Pro, víctima inocente de la maldad más mala que ha visto este país, que tantas maldades ha mirado, y faltan Conchita Armida y fray Sebastián de Aparicio, primer charro, primer ingeniero de caminos, primer transportista que hubo en México... 

Pero ¿cómo queremos nuevos santos si los que ya tenemos los echamos como trebejos, trastos inútiles o triques, que así llamamos en Saltillo a las cosas que ya dejaron de servir y ahora estorban?

Leonardo Sciaccia es autor de un cuento delicioso. El alcalde comunista de un villorrio italiano se burlaba de su mujer, devota de Santa Bárbara, pues la Iglesia la había quitado del almanaque. Un buen día el burlón alcalde recibió una orden del Partido: los retratos de Stalin debían quitarse de los muros y arrojarse al fuego, pues de repente se había descubierto que el camarada Josef era un traidor enemigo de la causa del proletariado.

En el caso de los santos la Iglesia debe tomar en cuenta más la fe del pueblo que el severo rigor de la verdad histórica. El pueblo está seguro en sus creencias, y la verdad de la fe cuenta más que la de los papeles. A éstos siempre acaba por llevárselos el viento. 

EL ÚLTIMO DE CATÓN

Una joven señora se jactaba de su buena figura. "Ahora peso menos que el día que me casé". "Se explica -acotó una de las presentes-. Ahora no estás embarazada".

MANGANITAS

Por AFA

" Un elefante vio a un hombre que se bañaba en el río".

Con asombro singular