La sarracina del Jueves Santo de 1858 no fue un puro sainete. Por orden del arzobispo de México se impidió la entrada a la Catedral al gobernador del Distrito Federal y representante del presidente de la República. Aquello era más que un episodio para tema de cotilleo. Fue el principio de una especie de "querella de las investiduras". Fue una especie de pequeño preludio a las Guerras de Reforma.
La ciudad de México se conmovió profundamente con el suceso. Andaba la gente muy apesadumbrada. A nadie se le escapaba que muchos males habrían de venir de aquella discordia entre la autoridad civil y la eclesiástica.
Yo me he preguntado quién tuvo la culpa de aquel acontecimiento. Para fundar mi opinión busqué la de los contemporáneos de los protagonistas del suceso. Encontré el juicio de don Anselmo de la Portilla. Prudente, conciliador, él reparte por mitad la responsabilidad entre el arzobispo y el gobernador: "... Quizá se habría evitado el escándalo si (el arzobispo) en vez de manifestar al gobernador, como por vía de consejo, que no debía asistir a las ceremonias religiosas, le hubiera dicho terminantemente que no lo hiciera si no quería recibir un desaire, porque había de dar orden de que no fuera recibido... Todo se habría evitado también si el gobernador, en vez de tomar empeño en asistir a los oficios del Jueves Santo, se hubiera abstenido de hacerlo, cuando tantos motivos tenía para temer un disgusto...".
Yo no soy conciliador ni prudente como el señor Anselmo. En mi opinión la culpa la tuvo toda el arzobispo. Actuó con dolo este señor; se condujo con insidiosa tortuosidad. Veamos: Baz, gobernador del Distrito Federal, tenía ya noticia de los rumores que circulaban acerca de que la autoridad civil no sería admitida en las funciones religiosas del Jueves Santo. Cuando el presidente Comonfort lo nombró su representante don Juan José, en forma respetuosa, se dirigió por escrito al arzobispo para preguntarle si aquel rumor tenía fundamento. Don Lázaro de la Garza y Ballesteros se portó hipócritamente. Dijo al gobernador que no había dictado ninguna providencia para impedirle la entrada, pero que le aconsejaba no presentarse a fin de no causar escándalo entre los feligreses. Es obvio que el arzobispo tenía ya tomada su determinación de negar el acceso a la catedral al representante del gobierno. No se lo dijo. Simplemente le aconsejó que no se presentara. Jugaba con dos cartas el excelentísimo señor: si luego Baz le hacía una reclamación podría contestarle que él le aconsejó no acudir a la celebración. No le dijo la verdad: que le prohibiría la entrada. No se la dijo porque entonces la ausencia de la autoridad civil sería interpretada como un desaire del gobierno a la Iglesia, y lo que quería el arzobispo era ser él quien desairara. Muchas y graves consecuencias habría de tener la soberbia de don Lázaro.
Baz se presentó en la Catedral porque tal era la tradición y porque a eso lo obligaba su investidura. Se acostumbraba que la autoridad civil recibiera de la eclesiástica la llave del Sagrario, y que la guardara hasta el Sábado de Gloria. No quiso dejar el gobernador de presentarse para no ser culpado de agraviar la fe del pueblo. Se vio forzado, pues, a caer en la trampa que le tendió el arzobispo. Sufrió el desaire que don Lázaro le preparó en forma tan aleve. Pero las cosas no podían quedar así. Ahora el Gobierno tenía la palabra. Y la obra.
Armando Fuentes Aguirre, "Catón". Nació y vive en Saltillo, Coahuila. Licenciado en Derecho; licenciado en Letras Españolas. Maestro universitario; humorista y humanista. Sus artículos periodísticos se leen en más de un centenar de publicaciones en el País y en el extranjero. Dicta conferencias sobre temas de política, historia y filosofía. Desde 1978 es cronista de la Ciudad de Saltillo. Su mayor orgullo es ser padre de cuatro hijos y abuelo de 13 nietos.