OPINIÓN

Plaza de almas

DE POLÍTICA Y COSAS PEORES / Catón EN EL NORTE

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¿De qué color era su carne? Morena, estoy seguro. No: era blanca. Y sus ojos ¿de qué color? Cafés. No: eran de un azul desvaído, como grises. Su cabello era negro. Me equivoco: más bien era de ese color que llaman oro viejo. Tenía senos opulentos que no alcanzaba yo a cubrir con el hueco de mis manos. No: tenía senos pequeños, como de adolescente. Cuando estiraba los brazos hacia atrás su pecho parecía el de un muchacho. Con la mitad de una caricia se le podía abarcar todo. Sus caderas eran rotundas, exuberantes, pródigas. No: vista por atrás semejaba un desnudo de Modigliani. ¿Sabes qué pasa, Armando? ¿Entiendes por qué me contradigo así? Porque te estoy hablando de dos mujeres que en el recuerdo se me vuelven una. Las dos se me confunden. Pienso en una y estoy pensando en la otra. Evoco a una e irrumpe la otra en medio de la evocación. Alguna vez, sobrino, me dijiste que te proponías escribir el relato de mis historias de alcoba según te las he contado en noches de vino como ésta. Incluso me pediste que aprobara el título que le pondrías al libro: Las aventuras eróticas de mi tío Felipe. Pensé que el nombre tenía un cierto tufo de pornografía, y que si bien eso era bueno desde el punto de vista de la mercadotecnia el título no correspondía a la naturaleza de mi trato con las mujeres que en mi vida hubo. Has de saber que a todas las amé, siquiera haya sido por una hora. En ninguna vi nunca un mero objeto para mi satisfacción sensual, sino a una persona que me hizo el inmenso favor de ayudarme a vivir. A todas les sigo agradeciendo eso, y de todas guardo una memoria agradecida. Pero déjame decirte por qué se me confunden aquellas dos mujeres. En ese tiempo yo era joven. No tenía más compromisos que el que se tiene con la vida. En cierta ocasión mi jefe en el trabajo me invitó a una cena en su casa. La muchacha -así empezaban a llamarse las que antes se llamaban criadas o sirvientas-, de origen claramente indígena, tenía la belleza de su raza, según decían entonces los poetas. No pude menos que fijarme en ella. Y ella se fijó. En el curso de la cena miradas iban y miradas venían. Yo figuraba con los labios la palabra "Guapa" y ella se sonreía por lo bajo. Me las arreglé para decirle en un aparte: "Vendré a verte". Respondió: "Lo espero". Una mañana la esposa de mi jefe llegó por él a la oficina. Irían de compras y a comer después en restorán. Me escabullí y fui a su casa. La muchacha estaba sola, pero luego ya no lo estuvo. Casi no hablamos. Después de unas caricias presurosas nos quitamos la ropa el uno al otro e hicimos el amor en la cama de mi jefe y de la jefa de ella. Su carne era morena; cafés sus ojos, negros sus cabellos. Sus senos eran opulentos; sus caderas rotundas, exuberantes, pródigas. No tenía ningún saber, pero el que yo tenía, aceptado por ella sin reservas, fue suficiente para forjar una hora memorable. En las noches siguientes la visitaba en su cuarto de sirvienta. Aprendió en forma tan rápida que luego se convirtió en mi maestra. Y sucedió una noche que al ir a verla me salió al paso la señora de la casa. En la penumbra del jardín me dijo con voz queda: "¿Qué tiene ella que no tenga yo?" Su esposo había salido de viaje. Esa vez cambié de habitación. Tampoco la señora sabía mucho, pero admitió también sin límites todos mis saberes. Su carne era blanca; sus ojos de un azul desvaído, como grises. Sus cabellos mostraban ese color que llaman oro viejo. Tenía senos pequeños, y vista por atrás semejaba un desnudo de Modigliani... ¿Entiendes ahora, Armando, por qué se me confunden aquellas dos mujeres? En mi recuerdo son como una sola. En mis recuerdos todas las mujeres son como una sola... FIN.