"... Al perder de vista las playas de Veracruz un profundo suspiro salió de mi pecho y dos gruesas lágrimas corrieron por mis mejillas...".
Esas palabras aparecen en el diario cuyas páginas iba llenando cada noche Conchita Lombardo, la esposa de Miramón. Junto con su marido la bella mujer salió al destierro. Fueron primero a Nueva York, y de ahí se embarcaron rumbo a Europa. Pasaron algunas semanas en París. Luego viajaron a Roma. Una de las mayores ilusiones de Concha era conocer al Papa. Pío IX los recibió tan pronto Miramón solicitó una audiencia. Bien conocía el Pontífice los denodados, aunque infructuosos, esfuerzos que aquel joven mexicano había hecho por defender la fe de sus mayores y dar protección a la Santa Madre Iglesia. No sólo Su Santidad dio al matrimonio su apostólica bendición, sino que prendió una medalla en el pecho de Miramón como recompensa por su fidelidad y su valor.
En Roma disfrutaron Miguel y Concha los deleites del turismo. Con la guía de obsequiosos cicerones visitaron todos los puntos interesantes de la Ciudad Eterna. Concha fue desde niña una ávida lectora, y sus lecturas piadosas acerca de los primeros tiempos del cristianismo le dieron un amplio conocimiento de la ciudad de Pedro. En cada punto a donde la llevaban prorrumpía en una exclamación y luego hablaba del sitio, de su historia y sus bellezas. Por unos días olvidó Miguel la amargura del vencimiento y del exilio.
Fueron a Turín. Ahí esperaba a Miramón un paquete de cartas. Por ellas se enteró el general de la situación de México, de las muertes de Ocampo, Degollado y Leandro Valle, de los graves apuros económicos de la administración juarista. Se enteró de que había rumores en el sentido de que don Benito declararía una moratoria en el pago de la deuda que México tenía con varios países extranjeros, sobre todo Francia, España e Inglaterra. Inmediatamente los esposos regresaron a París, donde se cocinaba la política del mundo: Miramón deseaba estar preparado a fin de poder regresar a México si la marcha de los acontecimientos así lo ameritaba.
El 17 de julio de aquel 1861 estalló la bomba. Juárez emitió un decreto que en su parte capital decía así:
"... Desde la fecha de esta ley el gobierno de la Unión percibirá todo el producto líquido de las rentas federales, deduciéndose tan sólo los gastos de administración de las oficinas recaudadoras y quedando suspensos por el término de dos años todos los pagos, incluso el de las asignaciones destinadas para la deuda contraída en Londres y para las convenciones extranjeras...".
La prensa liberal saludó con entusiasmo la decisión de don Benito. El Diario Oficial sacó a la luz un artículo encomiástico: "¡He aquí la gran ley de Hacienda que exigía la situación! ¡Honor, prez y gloria a los hombres del poder que tan felizmente han resuelto la cuestión de vida o muerte que agitaba a todos los espíritus! La causa de la Libertad y la Reforma, que tanta sangre y tantos tesoros ha costado al país, se ha salvado...".
Los embajadores de las naciones afectadas por la medida pusieron el grito en el cielo. Encabezados por el ministro Wyke, de Inglaterra, y Saligny, de Francia, dirigieron a Juárez un violentísimo ultimátum: si no derogaba aquel decreto antes de las 4 de la tarde del 25 de julio, sus gobiernos romperían relaciones con México.
Armando Fuentes Aguirre, "Catón". Nació y vive en Saltillo, Coahuila. Licenciado en Derecho; licenciado en Letras Españolas. Maestro universitario; humorista y humanista. Sus artículos periodísticos se leen en más de un centenar de publicaciones en el País y en el extranjero. Dicta conferencias sobre temas de política, historia y filosofía. Desde 1978 es cronista de la Ciudad de Saltillo. Su mayor orgullo es ser padre de cuatro hijos y abuelo de 13 nietos.